Una alegría de reconocimiento
En la familia flamenca reina esta vez el contento y, además, de forma merecida. Pienso que pocas pueden ser las excepciones dentro de una alegría que parece generalizada. Y no es que el reconocimiento de la Unesco hacia nuestro arte se vaya a traducir en más contratos o que el personal vea con ello colmada todas sus aspiraciones, pero sí que parece innegable que la inclusión dentro de ese Patrimonio Inmaterial empuja al alza la autoestima de todos los miembros de la casa. El asunto da al menos para una fiesta, aunque sea con la debida distancia. La misma que el flamenco supo mantener hace ahora cinco años cuando el mismo organismo internacional dijo que nones. No recuerdo de entonces sentimientos de gran decepción, en todo caso de incomprensión, porque estoy convencido de que los integrantes de esta gran familia sienten y viven desde hace mucho tiempo la universalidad de su arte. Pero el reconocimiento formal venido de fuera hace justicia y se agradece, claro que sí.
Este es, sin duda, el momento de felicitar a los artistas. También a las personas que desde la institución correspondiente han desplegado su esfuerzo para el logro de este objetivo, pero sobre todo a todos los artistas. Desde aquellos primitivos que, a finales del siglo XIX, recogía Antonio Machado Álvarez Demófilo, hasta los que en nuestros días llenan los teatros de Tokio o Nueva York. Son muchas las personas que con su aportación han ido ayudando a construir este rico y complejo edificio que es el flamenco. Están las que han dejado su nombre en un cante por soleá o por seguiriya, los que crearon un canon para este u otro toque, y los muchos que han llevado al baile flamenco a las cotas de calidad artística que hoy muestra. Pero también están los artistas anónimos que se han dejado la piel en los teatros de medio mundo acompañando a los grandes. O los que no salieron de los cuartitos y de las fiestas privadas. También aquellos que cantaron en las camperas gañanías o los que lo hicieron en las minas, a muchos metros bajo tierra. Los del café cantante y los de los tablaos. Todos han contribuido a transmitir y mantener vivo este arte que es un aire de Oriente metido en Occidente, una fuerza de atracción irresistible tan mestiza como cambiante. A su influjo se rindieron Falla o Albéniz, sucumbió Miles Davis como ahora lo hace Wynton Marsalis, y el techno o el chill out del siglo XXI ponen su mirada en él para, de seguro, contagiarse de su fuerza. La misma que le conserva enérgico y dinámico después de casi dos siglos de existencia. Orgullosos estamos. Y de fiesta. Felicidades, viejo.
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