Llaves

España es el país de las llaves perdidas. En 1492, los judíos abandonaron Sefarad llevándose las llaves de sus casas, que siguen colgadas hoy en las paredes de hogares de medio mundo. Los moriscos multiplicaron después el número de llaves de Al Andalus, símbolos de amor, y de nostalgia, que no volverían a encajar nunca en cerradura alguna. En los años setenta del siglo pasado, regresaron otras muchas llaves, preciosas e inútiles, en manos de los hijos, los nietos de los republicanos que se las llevaron consigo al exilio. Entonces, los saharauis, abandonados por un Estado que tenía la obligación de defenderlos, cerraron sus casas.
Ellos también han conservado las llaves en su largo y tristísimo exilio argelino. Hasta si no hubieran aprendido a recitar a Lope y a Quevedo en la escuela, si aquí no recordáramos perfectamente a los procuradores por el Sáhara Occidental que se sentaban en las Cortes de Franco, ellas bastarían para establecer la tradición a la que pertenecen. El Derecho Internacional, esa goma elástica que se contrae y se dilata al capricho de los poderosos, ampararía incluso que, como ciudadanos de una colonia cuyo destino no se ha resuelto aún de acuerdo con las recomendaciones de la ONU, los saharauis pudieran seguir considerándose españoles.
En los campamentos de Tinduf, esas llaves nos llaman por nuestro nombre, y nos cubren de vergüenza. Más allá de la injusticia, de la intolerable agresividad marroquí, de sus políticas de segregación y de los intereses económicos que puedan estar en juego, pesa el sonrojo, la abrumadora carga de una culpabilidad objetiva que la diplomacia española pretende resolver mirando amablemente hacia otro lado. Cada vez que veo la sonrisa congelada de la ministra de Exteriores, me pregunto cómo puede seguir teniendo la cara en su sitio, y todavía no he encontrado ninguna respuesta.
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