Artxanda maite
Estos días hemos conocido que la Diputación de Vizcaya ha tenido que rescatar la concesión del Túnel de Artxanda, pagando unos módicos 65 millones de euros, ante la evidencia de que la concesionaria entraba en quiebra cuando apenas llevaba ocho años de explotación. Con ello cae un proyecto que tuvo una fuerte carga simbólica en medios bilbaínos, pues no en vano esa obra estuvo proyectada en tiempos de la República.
Igualmente hemos sabido que una docena de autopistas de peaje españolas están también en serias dificultades económicas, pero como estas concesionarias parece que tienen "bula", van a conseguir cuantiosas ayudas públicas. Se habla de 1.400 millones de euros, para tratar de pasar el temporal.
Las cuentas públicas están diseñadas para no poder controlar esos despilfarros
¿Qué quieren decir estos hechos? Que esas infraestructuras realizadas e inauguradas con tanto boato y alarde tenían escasa rentabilidad económica, que eran un despilfarro y que, como no estaban directamente enchufadas a la Hacienda pública, esos errores de inversión han llevado al desastre a las empresas que las construyeron. Pero esas obras serían igual de equivocadas y despilfarradoras si hubieran sido realizadas directamente por la Administración, con cargo a los presupuestos, solo que en ese caso la equivocación no afloraría en las cuentas públicas, salvo como un exceso de deuda, porque la contabilidad pública está organizada de manera que no se pueda saber el verdadero coste de las cosas y su rentabilidad.
La ideología oficial y el sentir popular tienden a considerar equivocadamente que todas las autopistas, puertos, aeropuertos o líneas de tren de alta velocidad son inversiones de futuro y que traen riqueza al país, sea cual sea su coste, sea cual sea su ubicación o su diseño. Pero la realidad es otra. Muchas de esas obras no solo no traen un futuro de prosperidad, sino que acarrean la decadencia del país, ya que la economía real se ve lastrada progresivamente por esos errores en la inversión de los siempre escasos recursos disponibles, de manera que se invierte en cosas con poca rentabilidad y se deja de invertir en cosas mucho más eficientes económica y socialmente. ¿O es que nadie se ha fijado que el Alto Deba, que tradicionalmente ha tenido muy baja inversión en infraestructuras, ha tenido, sin embargo, un resultado económico mejor que el conjunto del país?
Lo cierto es que el mito del hormigón y del macroproyecto se mantiene porque las cuentas públicas están diseñadas para no poder controlar esos despilfarros y porque organismos como el Tribunal Vasco de Cuentas no son precisamente aficionados a analizar las ineficiencias de las inversiones realizadas. Peor aun, en estos últimos años hemos asistido a una fabulosa ingeniería financiera pública, similar a la que hemos conocido en el mundo de las finanzas privadas, que ha permitido presentar como éxitos de gestión económica muchos proyectos que no lo son tanto o que, probablemente, son claramente deficientes. El truco principal en los entes públicos consiste en excluir de los gastos computados los costes asociados al pago de la inversión realizada, con lo cual hasta el más tonto de los gestores puede conseguir "beneficios" en su empresa.
Por ello, entiendo que es urgente poner en marcha una ley que obligue a cada gran proyecto de infraestructura a estudiar a priori la rentabilidad económico-social previsible. De esta manera, los escasos recursos disponibles se destinarían a invertir en aquellas inversiones de infraestructuras o socioculturales que tienen una previsión de rentabilidad económico-social más alta y no, como ahora, en aquellos proyectos que tienen un político detrás más cabezón o poderoso.
Estos estudios de rentabilidad económico-social son cada vez más habituales en los países ricos, que quizás sean más ricos precisamente porque los hacen. Su credibilidad depende de que existan unos baremos razonables y coherentes que permitan asignar un valor económico a un bosque que se destruye, a una hora de atasco que se ahorra, a un paisaje, a un incremento en la libertad de movimiento, etcétera. Por supuesto, también exige no hacer demasiadas trampas con las previsiones de ingresos futuros y gastos que se esperan del proyecto. Y exige un mecanismo de transparencia en la toma de decisiones, muy superior al que tenemos en la actualidad. Es decir, exige un país serio.
De esta manera, a nivel español podríamos haber evitado, por ejemplo, la masiva inversión en proyectos de trenes que viajan con la mitad de pasajeros que en Europa, de aeropuertos que están vacíos o de puertos que carecen de lógica económica. Por detectar, habría detectado hasta el hecho de que la masiva inversión en vivienda era una rueda de molino colgada de nuestro cuello colectivo que nos va a llevar al fondo del mar.
A nivel vasco podríamos saber si tiene sentido un nuevo Puerto en Pasaia, al lado del de Bilbao; si conviene invertir en el aeropuerto de Hondarribia cuando llegue el AVE; si el túnel de Artxanda era una carretera prioritaria respecto al desdoblamiento de la conexión entre Durango y Beasain, o si conviene invertir gigantescas cantidades en nuevos estadios de fútbol en vez de en infraestructuras educativas. Así, a vuela pluma, no parece difícil poner en cuestión alguna de las propuestas que nos hacen nuestros gobernantes, pero eso es cuestión de otro artículo.
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