Mírala, mírala, la Torre de Valencia
Los arquitectos homenajean a Javier Carvajal, autor del elegante rascacielos
"Es un edifico elegante, parece que lleve un traje; ni siquiera las antenas, los aires acondicionados y los cerramientos de las terrazas le restan potencia". Se nota que Javier Antón adora el tema de su tesis, la obra de Javier Carvajal. A los pies de la Torre de Valencia, el edificio madrileño más emblemático de Carvajal, el doctorando de la Universidad de Navarra quita importancia a la polémica que desató cuando fue construida. Sus críticos dijeron que rompía la perspectiva de la Puerta de Alcalá desde Cibeles y la obra llegó a pararse. "Pero mírala, pasado el tiempo, ahí está", dice Antón versionando la canción de Ana Belén para defender la poderosa torre de 1973.
"Javier Carvajal es uno de los arquitectos españoles más brillantes de los años sesenta, aunque quizá no ha sido tratado con la justicia que se merece", explica Antón. "Se creó muchos enemigos, pero ahora empieza a haber una distancia suficiente para rescatarlo".
Hace 10 días Carvajal, que tiene 84 años, recibió un homenaje -al que no pudo asistir por su delicada salud- de sus compañeros de profesión. Universidades y colegios de arquitectos se unieron en un acto que reconocía su talla como arquitecto y docente. "Sirvió en parte de desagravio a su ausencia en la lista de arquitectos que han recibido la medalla de oro de la arquitectura", dice Antón. En el evento se presentó también el libro La huella del maestro, publicado por la Universidad de Navarra, en el que uno de sus profesores, Juan Miguel Otxotorena, apunta la razón del "modo casi sádico y cruel en el que se le han resistido los reconocimientos lo largo de las últimas décadas": sus cargos políticos en el tardofranquismo. "Justo en los años de su inevitable declive, y en plena efervescencia del movimiento estudiantil heredero del 68 francés", escribe Otxotorena. "Esto le ganó un sinfín de antipatías, que arrastró con elegancia, resignación y entereza".
En la azotea de la Torre de Valencia, uno sobrevuela el Retiro a 27 pisos de altura. Todas las terrazas miran escoradas al parque no queriéndose perder nada. "Carvajal conjugó como nadie tradición y modernidad, y creía en una arquitectura enraizada", explica Antón. En contra de la arquitectura objeto, pensaba que no cualquier edificio vale para cualquier sitio. Se fijaba no solo en cosas como el clima o la ubicación, sino también en la cultura del lugar. Profundamente mediterráneo, era un enamorado de la Alhambra, cuya planta sabía dibujar de memoria, y plagó sus edificios de patios y fuentes, abstractos artesonados mudéjares y exteriores opacos que, como en las casas árabes, esconden el esplendor interior (no en vano Saura rodó en uno de sus ocultos chalés la película La madriguera). Incluso en su colosal rascacielos hay hueco para un patio con dos fuentes y un olivo centenario.
Perfeccionista, apasionado y virtuoso, Javier Carvajal descubrió su vocación gracias a su madre. "Desde niño llenó la ilusión de mis mañanas de Reyes de construcciones de todo tipo: metálicas, de madera, de corcho o de cartón, y lo que es más asombroso, de libros y revistas de arquitectura que fueron poblando mi imaginación antes de comenzar mis estudios". Mucho después, privado de proyectos, él mismo se volcó en contagiar a otros a través de la docencia. "Es una de las actividades más gratificantes que existen", dejó escrito, "por el premio que supone el descubrimiento, en cualquier alumno, de ese brillo en la mirada que se enciende porque hemos conseguido decir algo que dejará huella a lo largo de toda una vida, o porque lo dicho por nosotros resuena en ellos y les abre puertas que les servirán para siempre; ese momento de alegría resarce de todos los esfuerzos, de todos los desánimos (que también existen)".
Muchos de sus alumnos son ahora profesionales de renombre. Carvajal sabe, sabe enseñar y quiere enseñar, explica Alberto Campo Baeza en La huella del maestro, "todo ello aderezado con gracia y con salero, cumpliendo puntualmente el dieciochesco precepto de instruir deleitando". "Jamás olvidaremos su talante apasionado, su entrega sin horarios", explica en el libro Ignacio Vicens; "al cabo de nueve meses, una cosa teníamos clara: que ya nunca podríamos abandonar la arquitectura". "Tu trabajo ejemplar demasiadas veces ha sido retribuido no con laureles, sino con desapego", escribe Vicens. "Qué le vamos a hacer; este viejo, admirable, maravilloso e ingrato país nuestro suele pagar, muchas veces, así a sus mejores hombres;
mientras tanto, sirva nuestra gratitud de sucedáneo".
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