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Columna
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Orto y ocaso

Una especie de simetría contraria se ha producido en sendas elecciones de nota en el mundo occidental. Una mayoría de brasileños elegía el domingo presidenta a Dilma Rousseff, pero votando en espíritu a su antecesor y padrino político, Lula da Silva; y se daba por seguro que una alta proporción de norteamericanos votaría ayer, martes, nominalmente por representantes y senadores, pero siempre contra el presidente Obama. Los primeros aplaudían las aspiraciones de Brasil a gran potencia, y los segundos tronaban por una presunta dimisión del liderazgo mundial norteamericano.

El que uno suba y otro baje no significa que los dos países vayan a encontrarse transitando cada uno en dirección contraria en la cucaña universal del poder, puesto que el propósito de Lula y sucesores -incluso si el elegido hubiera sido el candidato de la oposición, José Serra- probablemente no pasa de ejercer una dirección blanda de América Latina entendida como bloque de intereses capaces de trascender las ideologías. Más físico es, sin embargo, el decaimiento de Estados Unidos como hiperpotencia, aunque haya que rodearlo de todas las matizaciones, puesto que en el plano estrictamente militar, y aun sin recurrir al arma atómica, Washington es más fuerte que el resto de potencias euroasiáticas, por separado o en coalición. El mundo para el que Brasil se insinúa es, contrariamente, el de una multipolaridad en la que también figurarían China, India, Rusia y Japón, con la siempre probable omisión de la UE.

Obama fue elegido para limpiar los establos económicos de Augias, y recomponer la figura internacional de Estados Unidos tras el fiasco de Bush II, pero no hay que culpar al anterior presidente de ese decaimiento, sino de haberlo expuesto al mundo forzando la máquina de unas pretensiones mayores que sus activos. El repliegue es hoy una necesidad material, no tanto a causa de los errores cometidos en Asia central, aunque eso agrave los costes, sino de la falta de voluntad política para reinar pagando el precio en tesoro, reputación, y fatiga de materiales -opinión- que ello requeriría. Por eso podría verse a Obama como el gestor inicial de un gran remate de responsabilidades mundiales a medio y largo plazo. La guerra de Irak, se retire cuanto y cuando sea la fuerza norteamericana, se ha perdido ya. Irak, desprovisto de su vástago central, criminal pero unificador, que era el sunismo de Sadam Husein, difícilmente llegará jamás a ser un país plenamente soberano y su inestable amalgama de chiíes, suníes y kurdos tendrá que aceptar un poder tutelar que hoy solo cabe concebir como Teherán. Y en Afganistán lo mejor que le puede ocurrir a Washington es que se consolide un Gobierno en Kabul que no sea amigo de Al Qaeda. La influencia norteamericana en Asia central se gasifica.

Y no solo Irán saca consecuencias del repliegue. China se muestra cada día menos susceptible a ceder en ningún terreno de negociación -derechos humanos, Organización Mundial de Comercio- con Estados Unidos; India teme que Obama acabe por reconocer a Pakistán una voz decisiva en Afganistán, y por ello persigue su propia implantación en el país; Turquía, cuya cuidadosa inversión de alianzas en Oriente Próximo -mundo árabe sube, Israel baja- es también un reflejo de la influencia perdida o en desuso de Washington, como muestra la actitud desafiante que el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, mantiene con Barack Obama en sus no-negociaciones con la Autoridad Palestina.

Ante el acuciante vacío de la política exterior norteamericana para América Latina, Lula ha creído ver una oportunidad. Y se equivocan los que, con una prisa que traiciona su irritación ante las ínfulas del advenedizo, han subrayado la falta de resultados apreciables en las intervenciones de Brasil en el contencioso nuclear con Irán y su genérica oferta de mediación en Oriente Próximo. El líder brasileño no es tan tonto como para pensar que una visita a Teherán iba a hacer que Washington desarmara su política de sanciones; o que la doble posta en Jerusalén y Ramala fuera a reconciliar al pueblo "elegido" con el que no lo es. Lula solo quería exhibir bandera, decir al mundo que ningún asunto mundial es propiedad exclusiva de Washington, y que Teherán está dispuesto a hacer alguna concesión cuando el interlocutor es el adecuado. Era una forma de anunciar "estoy aquí". El presidente brasileño lo ha dicho en términos inequívocos: "No podemos ser subordinados. En los próximos 10 o 15 años tenemos que ser osados". Los años del comienzo del repliegue norteamericano.

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