El jazz como chiste sin gracia

No tenemos nada contra la familia Bublé, dinastía a buen seguro entrañable, pero el apellido que le ha correspondido al muchacho canadiense suena premonitorio. Porque Bublé parece nombre de chicle y a este cantante ligero le sucede, en efecto, lo que a las gomas de mascar: puede que en un fugaz primer momento dejen un sabor en la boca fresco y afrutado, pero enseguida se convierten en un engorro pastoso, incómodo y sin sustancia del que nos desharemos discretamente en cuanto localicemos una papelera.
Trajeado, elegantón, esbelto, guapito y con aire de conquistador pilluelo. Así se nos presentó Michael Steven Bublé este domingo en el Palacio de los Deportes, muy seguro de sus encantos y dispuesto a embelesar a sus fieles con esa sonrisa pícara de rufián que le acredita como hombre de espectáculo, pero no sirve para grabar discos solventes.
Porque Bublé tiene una voz poderosa, si nos atenemos a los decibelios, pero su expresividad rivaliza con la del rostro de un jugador de póquer. Es la suya una garganta plana, lineal, que no se ha parado a analizar profundidades, pliegues ni registros. Y da lo mismo que escoja el repertorio en los caladeros del jazz vocal (Cry me a river), los clásicos de los cincuenta (You don't know me), la colosal herencia de la Motown (How sweet it is), el country-rock de los Eagles (Heartache tonight) o el soul incandescente de Van Morrison, del que descuartizó Crazy love. En cualquiera de los casos, el resultado es idéntico: música vacua, uniforme y sin vibraciones.
Argumenta este ganador de dos premios Grammy que le aterran los conciertos aburridos. Lo malo es que su concepto de diversión encajaría mejor en el casino o en una sala de fiestas del Retiro que en cualquier recinto con pedigrí musical (y no digamos ya un club de jazz).
Tal vez pudiera presentar con éxito algún programa de variedades en las noches de los sábados. Allí, entre cascadas de brillantina, champán descorchado, vedetes plumíferas y sonrisas profidén podría repetir alguna de sus gracietas más celebradas. Verbigracia: "Me encanta oírles cantar tan bien. Me entran ganas de meterme en la ducha con cada uno de ustedes". Pero a eso de expoliar sin escrúpulos tantos clásicos venerables y reducir el jazz vocal a un chiste pasado de testosterona no le acabamos de ver la gracia. Por ninguna parte.

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