"O eres positivo o hundes a todo el mundo"
Entre unos huevos estrellados y un cocido madrileño, las historias de un hombre sin piernas.
"¡Fuego, fuego!", despiertan los amigos del colegio al niño Oscar Pistorius (Johanesburgo, Sudáfrica, 1986), hoy velocista paralímpico, gastándole una terrible broma tras haberle escondido las prótesis sobre las que se sostiene desde que a los 11 meses tuvieron que cortarle las piernas a la altura de las rodillas por una malformación. "¡Deténgase! ¡Deténgase!", le gritan a Pistorius siempre en los aeropuertos, porque mientras va de un lado a otro, trotamundos incansable en su intento de alcanzar la marca mínima para competir como uno más en los Juegos Olímpicos, siempre hace saltar las alarmas de los controles con el metal de sus piernas. "¡Explosivos! ¡Explosivos!", parecen ladrar los perros el día que le detienen y esposan en Ámsterdam porque sus prótesis despiertan sospechas, ese olfato canino entrenado, tras una sesión de tiro en Johanesburgo con el objetivo de mantenerse en forma para la caza de antílopes, su otra pasión. Conclusión: "Veo gente que se siente engañada, que siente que la vida les debe algo, que tienen una actitud dura. Recibo e-mails contándome que el hermano de alguien ha perdido sus piernas y está deprimido, pero las cosas pasan por una razón. Hay que decidir entre disfrutar lo que uno tiene o estar amargado por lo que no. Es una decisión sencilla, ¿no? O eres positivo, o hundes a todo el mundo a tu alrededor", dice Pistorius, récord mundial y oro paralímpico en 100, 200 y 400 metros en la clase T-44, mientras sorbe una Coca-Cola tras explicar sus experiencias en la Semana del Deporte Inclusivo, organizada por Sanitas en Madrid.
El velocista, con sus piernas ortopédicas, se entrena para ir a los Juegos
La madre de Pistorius, que en 2008 consiguió que se reconociera su derecho a competir en los Juegos si lograba la marca mínima, está muerta. A los 11 años, le dejaba conducir su coche. Con frecuencia, le dejaba cartas de ánimo en la sandwichera. Y así, de a poco, esculpió una personalidad expansiva que se resume, entre otras cosas, en cómo alecciona al fotógrafo mientras posa: "¡Genio! ¡Eres un genio!", le grita.
"Mi madre estaba loca", se ríe. "Me enseñó que no debía compararme a los demás, que siempre habría gente mejor y peor que yo, que debía centrarme en ser la mejor versión de mí mismo". "Hay mucha gente que tiene minusvalías, pero no solo físicas. Hay gente con vallas en su vida", razona después de trasladar la cita del comedor a la terraza para huir de los cigarrillos. "El deporte enseña a los niños a ser humildes en la victoria, a tener dignidad en la derrota y a trabajar", añade tras contar esas anécdotas de hombre sin piernas porque huye de la compasión malentendida, porque se siente igual que cualquiera, y porque discutir sobre la normalidad de su vida, en el fondo, le parece anormal, de tan normal que la ve él.
Llegan los huevos estrellados: "¡Esto sería genial para un día de resaca!", se ríe. Antes, saca el pasaporte y muestra su foto, la de un hombre con la cara amoratada y la nariz destrozada: tuvo un accidente en una lancha y hubo que sacarle de ahí en helicóptero. Antes, se estrelló un par de veces con su moto, que es la misma de Rossi, pero adaptada. Y siempre, con esas piernas futuristas a las que le dicen cheetah, compitió por correr más rápido, por llegar antes, por ser el primero. "Sí", suelta mientras apura el café, "es verdad que me encanta la velocidad".
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