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Adoradores de un dios renuente

Diego A. Manrique

Vuelve Nick Hornby a su cantera favorita: las obsesiones masculinas y su efecto sobre las relaciones de pareja. El escritor que legitimó la pasión por el fútbol (Fiebre en las gradas) y por coleccionar discos (Alta fidelidad), disecciona aquí un sector particular de melómanos, una tribu que existió siempre pero que ahora ha adquirido mayor visibilidad.

Son los creadores de cultos. En los sesenta, época de singles con dos temas, eran conocidos como "los que prefieren la cara B". Cuando el mercado se amplió, traspasaron su devoción a grupos y solistas de segunda o tercera división, especialmente si tenían historias tortuosas: el sufrimiento, la oscuridad, la frustración creativa constituyen pluses en su balanza estética.

Con el amplificador de Internet, esos nadadores contracorriente han desarrollado un canon alternativo, donde los tres elepés de Big Star importan más que los trece de los Beatles y la sensibilidad de Nick Drake eclipsa a la de cualquier cantautor vivo o muerto. Hornby se ha inventado un cantante-compositor rockero, Tucker Crowe, autor de Juliet, legendario disco de ruptura amorosa salido en 1986 que sus fieles consideran superior al Blood on the tracks dylaniano. La sinceridad de su dolor está garantizada por el hecho de que Crowe se retiró abruptamente, dejando el campo abierto a las especulaciones de los "cultistas".

Saltamos a 2008: Duncan, un destacado fan inglés, recibe el adelanto de una colección de maquetas, grabaciones previas a Juliet, inevitablemente bautizada como Juliet, naked. Víctima del subidón, redacta una oda al nuevo lanzamiento, argumentando que, gracias a su desnudez sonora, supera ampliamente el disco vestido. Y choca con el sentido común de su novia: "¿Cómo aquellos bocetos de canciones podían ser mejores que la obra acabada?".

La resignada Annie ha soportado la obcecación de Duncan. Aceptó supeditar sus vacaciones a una peregrinación por Estados Unidos, recorriendo los lugares centrales en la mitología de Tucker. Pero está saturada: se niega a visitar la casa de la musa inspiradora de Juliet, donde Duncan salta la barrera de la legalidad. Ella decide escribir una contracrítica a la loa de Duncan, que causa sensación en el foro de croweólogos.

Hasta ese punto, Hornby ha creado una humorística crónica de la enajenación por figuras de la serie B, incluyendo falsas entradas en Wikipedia y parodias de los "debates" en la Red. Juliet, desnuda descarrila cuando las sensatas palabras de Annie impactan en el cantante desaparecido, que responde. El inicial flirteo vía e-mail asciende a dilema sentimental cuando Tucker aterriza en el Reino Unido y se empeña en visitar Gooleness, la desangelada ciudad costera donde languidecen Annie y Duncan.

Para entonces, la pareja se ha separado por una infidelidad de Duncan. Annie ha intentado reanimar su vida sexual con una visita a un patético club local, donde boquea la escena del northern soul. Justo entonces llega el príncipe valiente al rescate.

Hornby convierte a Tucker en el tercer narrador de la novela. Resulta ser un tipo razonable, harto de que desconocidos proyecten fantasías en su obra y en su biografía. Padre absentista de una prole numerosa, ahora intenta hacerlo bien con su última criatura, un niño listo y sensible. Lamentablemente, Tucker no tiene explicaciones razonables para un silencio artístico de veintitantos años ni para su vida de holganza, aparentemente consagrada a la lectura de gruesos tomos de Charles Dickens y otros autores del XIX. Por decirlo suavemente, no convence como personaje.

Hornby acaricia temas apetitosos: las responsabilidades de la paternidad, las ambigüedades de las relaciones tibias, la atracción por creadores tan carismáticos como disfuncionales. Sin embargo, tiende a optar por las certidumbres de la versión militante de la chick lit, literatura pensada para dar satisfacción a querellas femeninas. Los hombres de Hornby son piltrafas, adolescentes retardados, incapaces para el compromiso emocional. Sus mujeres saben determinar sus objetivos y conseguirlos, aunque eso suponga alguna que otra trampa. Y todos ellos terminan pareciendo caricaturas, demasiado políticamente correctos para echar raíces en la realidad.

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