La persistente e infeliz audacia del presidente
Dívar proclama que "hace falta mucho valor para ser juez"
Madrid se ha convertido por unos días en la capital mundial de la felicidad. No ha sido porque haya cambiado el Gobierno, ni porque se hayan aprobado los Presupuestos Generales del Estado, ni siquiera porque el Real Madrid haya ganado al Milan en el partido de la Liga de Campeones. El motivo es que esta semana se ha celebrado el I Congreso Internacional de la Felicidad, que ha dirigido el polifacético Eduard Punset.
Ser felices debería ser el primer objetivo de nuestras vidas, por eso el primer ministro de Bhutan, Jigmi Thinley, defendió que en lugar de evaluar la importancia y el progreso de un país por las cifras de su Producto Interior Bruto (PIB) debería hacerse por medio de otro indicador, el de la Felicidad Interna Bruta, que mide la dicha de los habitantes del diminuto país asiático desde hace 35 años y que es utilizado como guía para la política y como modelo de desarrollo del país. El primer ministro justificó su tesis en que la responsabilidad más importante de todo gobernante no es atender a las necesidades materiales de sus ciudadanos, sino ayudarles a ser felices.
En el congreso intervino también Gustavo Zerbino, uno de los supervivientes del accidente aéreo ocurrido en los Andes en 1972 en el que murieron 29 personas y en el que varios integrantes de un equipo de rugby permanecieron 72 días a casi 5.000 metros de altitud y con temperaturas de 30 grados bajo cero. Zerbino señaló que la adversidad puede convertirse en una fuente de fortaleza y felicidad y destacó: "Lo importante en la vida no es lo que pasa, sino lo que hacemos con lo que pasa".
Carlos Dívar, presidente del Consejo del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, a pesar de residir en Madrid, no ha intervenido en el citado congreso internacional, sino en la reunión de presidentes de tribunales superiores de Justicia, que se ha celebrado en Murcia, y no da la impresión de ser un hombre feliz. Este santo varón se suele quejar con frecuencia de los problemas que aquejan a la justicia, pero no parece que él haga gran cosa para solucionarlos. Todo lo más, deja perlas como la de que para eliminar el secular atasco del Supremo -en lugar de trabajar más- lo que había que hacer era confiar más en los jueces y eliminar tantos garantismos. ¡Qué molestas son esas garantías que sirven a los ciudadanos para tener un juicio justo y paliar la arbitrariedad de los poderes públicos, incluidos los jueces!
En fin, esta semana, nuestro prócer ha proclamado ante los presidentes de los TSJ que "en estos tiempos hace falta mucho valor para ser juez y asumir las presidencias, para ejercer la autoridad cuando es discutida y a veces negada".
Y usted lector, se preguntará: ¿Mucho valor comparado con qué?, ¿con un torero como José Tomás?, ¿con un policía antidisturbios en una carga de manifestantes franceses contra la política de Sarkozy?, ¿con un bombero en un incendio? o ¿con un miembro de las Fuerzas Armadas en Afganistán o Líbano?
Porque, que se sepa, los jueces en general y los presidentes de los tribunales superiores, a los que Dívar se dirigía, en particular, tienen un trabajo razonable y reconocido por la sociedad, un sueldo digno y, salvo que quiebre el Estado, no van a ir al paro.
Por si no fuera suficiente, los poderes fácticos del Consejo encarnados en los vocales Margarita Robles y Manuel Almenar han dirigido una carta a sus compañeros jueces en la que para prevenir protestas por la pérdida de alguna competencia en el despliegue de la nueva oficina judicial, les avanzan que se van a dictar dos instrucciones para delimitar las funciones y responsabilidades de jueces y secretarios. Eso supondrá la "expresa exclusión" de la responsabilidad de los jueces por las irregularidades que se produzcan en los servicios procesales comunes. Un chollo: el marrón para el secretario.
De modo que ¿qué valor?
A la vista de la persistente e infeliz audacia de Dívar como juez y presidente, quizá habría que concederle una beca para que asista al próximo congreso de la felicidad. Mientras tanto, los ciudadanos, como en Alcohólicos Anónimos, tendremos que invocar: Señor, concédeme la serenidad para aceptar lo que no puedo cambiar, el coraje para cambiar lo que sí puedo y la sabiduría para reconocer la diferencia.
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