Estadistas
Fue el pasado 8 de octubre en el salón de Sant Jordi de la Generalitat. El ex presidente Felipe González dictaba -al calor de la promoción de su último libro, Mi idea de Europa- una conferencia de temática europeísta, y la persona encargada de presentarle fue Eugeni Bregolat, actual embajador de España en Andorra, pero ante todo un gran conocedor de la China posmaoísta, donde encabezó la representación diplomática española a lo largo de dos cuatrienios entre 1987 y 2003. En la presentación, Bregolat recordó la pregunta que le formulara, durante su primer mandato en Pekín (1987-91), el entonces máximo líder chino, Deng Xiaoping: "Ustedes los europeos, que son tan poquitos, ¿cómo es que no se ponen de acuerdo?"
Los casi 500 millones de habitantes de la UE somos ciudadanos, mientras que los 1.300 millones de chinos son súbditos
Lo más probable es que los usos diplomáticos impidieran entonces al embajador Bregolat responder a Deng, y hoy ya sería tarde, puesto que el menudo y astuto dirigente comunista falleció en 1997. Desconozco si el diplomático de La Seu d'Urgell tuvo ocasión de tocar el tema con Jiang Zemin durante su segundo periodo como embajador en China (1999-2003). Pero, puesto que según las últimas noticias, Eugeni Bregolat se va a mudar muy pronto de Andorra la Vella a Pekín para hacerse cargo por tercera vez de la embajada de España, me permitirá la osadía de ofrecerle un pequeño breviario argumental por si, en alguna audiencia oficial con Hu Jintao o ya con el presunto heredero, Xi Jinping, reapareciese la cuestión de por qué a los europeos nos cuesta tanto ponernos de acuerdo.
En primer lugar, porque los casi 500 millones de habitantes de la Unión Europea somos ciudadanos, mientras los 1.300 millones de chinos son súbditos. Como consecuencia de procesos históricos muy distintos, el territorio de la UE se halla hoy vertebrado por casi una treintena de Estados, esto es, de Parlamentos, Gobiernos y oposiciones cambiantes al albur de elecciones que se celebran libremente cada cuatro o cinco años. Más aún: dentro de muchos de esos Estados existen entes subestatales (regiones, comunidades autónomas, länder...) con poder legislativo y agenda política propias. En total, son cientos los partidos y los programas que compiten en Europa por el apoyo social, desde el ámbito de los municipios hasta el de la Unión.
El gigante asiático, en cambio, no conoce esas complejidades. Allí todos los poderes residen en el Partido Comunista Chino (PCCh), férreamente centralizado y que se renueva por cooptación. Allí, las demandas de reconocimiento identitario del Tíbet o del Xinjiang son aplastadas a punta de fusil, el pluralismo lingüístico es laminado, tanto la prensa como el libro como Internet están sometidos a rigurosa censura y cualquier forma de disidencia equivale a un crimen. No hacía falta, pero resulta muy bienvenido el Premio Nobel de la Paz al encarcelado Liu Xiaobo para poner bajo los focos, con la brutal reacción de Pekín, la naturaleza represiva del régimen de los nuevos mandarines comunistas.
Sí, es cierto, a los europeos nos cuesta mucho ponernos de acuerdo. Porque, aquí, cualquier obra pública suscita debate social y oposiciones ecologistas, mientras que en China el crecimiento económico está arrasando sin contemplaciones con el medio ambiente y con el patrimonio histórico. Porque, aquí, existen sindicatos libres que, cuando las decisiones del empresario o del Gobierno perjudican a los trabajadores, convocan huelgas incluso generales. Porque, aquí, gozamos de una democracia que, con todas sus imperfecciones, es el menos malo de los sistemas de gobierno posibles.
No cabe esperar que ni el embajador Bregolat ni ningún otro diplomático occidental les diga a los jerarcas chinos nada de esto: no se les envía a Pekín para incomodar a la segunda potencia económica y el primer mercado del mundo, sino para promover los negocios con ella. Pero eso no supone que los europeos de a pie debamos pasar por tontos y aceptar lecciones de un sistema que ha transitado del maoísmo al desarrollismo sin salir de la dictadura.
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