Trabajadores siniestrados, víctimas invisibles
Un lector de EL PAÍS, Horacio Torvisco Pulido, lanzaba recientemente, en una carta al director, una llamada de atención hacia los entre 800 y 1.000 trabajadores que pierden anualmente la vida en España en el puesto de trabajo, mientras se instala en la opinión pública la mentalidad de que "el accidente laboral es algo inevitable y consustancial al hecho de acudir al trabajo cada día", en lugar, como prefería el lector, de que "la vida de un trabajador está en peligro en nombre de la sacrosanta eficiencia de la cuenta de resultados".
A ese análisis puede añadírsele la observación de que la gran mayoría de esas muertes son invisibles para la sociedad, a pesar de que, para que se produzcan, es necesario casi siempre que se cometa un delito, que suele quedar impune.
Los medios reflejan pocos accidentes laborales. ¿Tendrá que ver con los poderes económicos?
Se trata del delito tipificado en el artículo 316 del Código Penal, que castiga con penas de seis meses a tres años de cárcel, además de multa, a los empleadores que infrinjan las normas de prevención de riesgos laborales y no faciliten los medios necesarios para que sus empleados trabajen con las medidas de seguridad adecuadas, "de forma que pongan así en peligro grave su vida, salud o integridad física".
Es decir, para castigar por este delito, escasísimamente aplicado, no es preciso que se produzca la muerte del trabajador, ya que, como explica el catedrático de Derecho Penal Nicolás García Rivas, el bien jurídico protegido por el mismo no es la persona física del trabajador, "sino el estado de inseguridad en el trabajo", que pone en peligro su vida, salud o integridad física.
La probabilidad de que las empresas inviertan en seguridad para sus trabajadores es mínima, especialmente en tiempos de crisis, lo cual significa que sus directivos seguramente están delinquiendo, con total impunidad.
El catedrático de Derecho del Trabajo Antonio Baylos lo describe muy bien cuando dice que las víctimas de accidentes de trabajo lo son "de un sistema de producción y de trabajo en el que, a fin de cuentas, el responsable de la salud y seguridad se encuentra acostumbrado a hacer del ahorro de costes laborales y de la degradación de las condiciones de trabajo las ventajas competitivas a las que incitan autoridades monetarias y expertos económicos, como la forma por excelencia de acumulación y de creación de riqueza". Y en plena crisis, esa es la conducta económica evaluada como patriótica.
Y ni siquiera tienen las familias de esos centenares de trabajadores que mueren cada año a causa de la comisión de ese delito -ni los miles que quedan lisiados, inválidos, heridos-, el consuelo del reconocimiento social que merecen quienes pierden su vida o su salud mientras trabajan por necesidad, no por capricho, para un tercero que se lucra de la actividad del siniestrado sin cumplir la obligación legal de garantizar su seguridad y, en su caso, imponerla disciplinariamente.
La falta de visibilidad mediática de estas siniestras muertes impide que se cree la opinión pública de que los accidentes laborales constituyen un problema humano a erradicar.
El ranking de víctimas potenciadas por los medios de comunicación social se inicia en las del terrorismo -con prioridad para las de ETA-, sigue con las de violencia machista y continúa con las de tráfico, para terminar, a mucha distancia de estas, con las víctimas del trabajo. El protagonismo que dan los medios a las noticias sobre accidentes de tráfico -complementadas con la difusión de campañas de publicidad gubernamental truculentas y sensibleras- y a la eficaz herramienta de la prueba de alcoholemia, contrasta con la escasa existencia mediática de los accidentes de trabajo, seguramente porque se consideran menos noticia, es decir, más normales, más aceptados, más asumibles, más de cajón, y porque no produce alarma social que la justicia apenas persiga el delito que origina esos siniestros.
Esa diferencia de trato me parece perversa en una sociedad democrática, que merece ser informada de las desigualdades sociales que existen en el país y de las consecuencias lamentables que producen para los seres humanos que lo habitan, así como desde una concepción crítica del periodismo con los poderes, también los económicos.
Mientras que los lamentables accidentes de tráfico son en parte consecuencia de la libérrima voluntad de quienes deciden ponerse al volante de su vehículo y arriesgarse a chocar con el que viene de frente, los accidentes laborales se producen en un marco jerarquizado en el que el empresario o sus delegados organizan la actividad en la que se genera el riesgo, y en la que el trabajador se encuentra en situación vulnerable por la precariedad laboral y la amenaza del desempleo.
Faltan análisis periodísticos sobre la etiología de los accidentes de trabajo, la proporción de víctimas inmigrantes, la subcontratación o temporalidad como caldo de cultivo, el tipo de organización empresarial más proclive al siniestro y se echan en falta denuncias mediáticas -ya que apenas las hay políticas, sindicales o jurídicas- sobre la injusticia social que significa lucrarse del trabajo de quienes, al realizarlo, se juegan la vida.
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