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Columna
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Pájaros en el psiquiatra

Ser hijo de padres separados era un estigma. Hace veinte años los niños que pasaban los fines de semana repartidos entre sus progenitores no confesaban en el colegio o en el instituto su situación familiar. Sentían vergüenza. La palabra divorcio era un pesado sello tanto para esos chavales como para los padres, marcados por un fracaso no solo amoroso, sino vital.

Entonces era duro tanto tener que ocultar la cicatriz emocional y doméstica ante una sociedad duramente inquisitoria e hipócritamente perfecta como tapar uno de los métodos más efectivos para superar el trauma: ir al psicólogo. En los años ochenta, incluso en una ciudad como Madrid, la palabra psicólogo era confundida por mucha gente con la de psiquiatra. Ambos términos sugerían indistintamente un grave desequilibrio mental, evocaban imágenes de habitaciones acolchadas y cócteles de pastillas. Solo a los amigos íntimos se les revelaba en voz baja que los martes uno pagaba porque le escuchasen, porque le dieran armas para combatir un desengaño afectivo, una pérdida de estímulos vitales, los primeros síntomas de una depresión.

Se ha perdido el pudor a confesar que portamos heridas sangrantes en el corazón

Afortunadamente, hoy las cosas han cambiado. No solo en Madrid hay ya casi tantos divorcios como bodas, sino que la ayuda de un psicólogo es cada vez más común. "El jueves no voy a poder quedar porque tengo psicólogo", es una frase fácilmente escuchada en cualquier lugar de la ciudad. Poco a poco se ha perdido el pudor a confesar que no somos perfectos, que sufrimos inestabilidades emocionales, que portamos heridas sangrantes en el corazón. Aquella generación de niños que fingían ver la tele por las noches flanqueados por sus padres hoy son treintañeros que comienzan a padecer los serios reveses amorosos que soportaron sus mayores. Sin embargo, esta nueva camada no tiene apenas miedo a contar en público la zozobra de sus matrimonios o relaciones sentimentales. Y no solo eso, sino que muchos de ellos acuden sin rubor a un psicólogo.

A todos nos vendría bien hacer terapia. De hecho, la mayoría la recibimos de ese amigo o hermano que tiene unas dotes innatas para despejarnos los nubarrones mentales, para interpretar nuestras acciones y palabras en momentos turbios, para orientarnos hacia la felicidad extraviada. Pero hoy, al fin, estamos descubriendo que ese compañero o familiar tampoco merece la tortura sistemática de escuchar nuestras penas y que existen profesionales cuyos consejos serán más efectivos. Además, pagar por ese servicio nos liberará de la culpa sentida por martirizar a nuestro colega a cambio, simplemente, de invitarle a las tortitas del Vips sobre las que derramamos las lágrimas.

No tenemos por qué encarar solos los nuevos golpes de la vida, los duros crochés que empieza a asestar la existencia cuando nos acercamos a los cuarenta: amores truncados, hijos indomables, frustraciones laborales, la muerte de los padres... Tengo un amigo argentino que se gana la vida como escritor autónomo. Como es deducible, su situación económica no es ni estable ni radiante, pero cada mes su prioridad consiste en pagar el alquiler y al psicoanalista. Hace años, cuando me contó a qué destinaba sus primeros ingresos me pareció un excéntrico. Su estado mental no resultaba lo suficientemente inestable como para justificar ese gasto. Hoy, sin embargo, lo entiendo. No quiere decir que su cabeza haya empeorado ni que su cuenta bancaria haya mejorado, sino que he comprendido lo sano e incluso adictivo que resulta charlar con alguien capaz de mejorar tu vida.

Una de las recompensas de vivir en una capital grande, moderna, rica y anónima como Madrid es no solo encontrar fácilmente auxilio psicológico, ni siquiera acudir a consulta secretamente, sino todo lo contrario, poder hacerlo destapadamente, contarlo, hallar a nuestro alrededor a personas que han roto los tabúes, los recelos, que también empiezan a liberar en alto sus debilidades, sus miedos, sus llagas. Esta es, probablemente, una de las ciudades que necesiten con más urgencia un psicólogo. Psicótica, frenética, acomplejada y en perpetua búsqueda de su identidad, en esta villa hasta los pájaros visitan al psiquiatra. Por eso nos sentimos tan cómodos aquí, porque podemos hablar de nuestros problemas mientras Madrid, en realidad, no deja de contarnos los suyos.

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