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Columna
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Animalismo e hipocresía

Lo más preocupante de la decisión del Parlamento catalán de prohibir las corridas de toros a partir del año 2012 estribó en el desplazamiento que eso significa desde la ética del humanismo a la ética del animalismo. Entre Solón y el siglo XVIII, la ética se basó en criterios humanísticos, y no hay más que leer la Crítica de la razón práctica, de Kant, para observar que la eticidad solo puede basarse en una concepción del ser humano libre por sí mismo dentro de los límites de la libertad de los demás seres humanos: los animales y las verduras no entran en este debate; Dios solo algunas veces.

Cuando la sólida ética de nuestros ancestros perdió prestigio a causa del derrumbe de la tradición humanística -paradójicamente, con la Declaración de los Derechos del Hombre nacida a raíz de la Revolución de 1789-, la ética se desplazó hacia el campo ya más frágil del humanitarismo, y así ganó terreno una moral basada, cada vez más, en principios caritativos. Los conceptos romanos de civitas y dignitas dejaron, no sobre el papel pero sí en el terreno social, paso a ese nuevo elemento -la caridad siempre mutable y arbitraria, excusa para las más grandes tropelías-, en detrimento de la justicia.

El último paso en esta degradación de la ética ha sido desplazar la 'charitas' de los humanos al terreno de los animales

El último paso en esta degradación de la ética ha consistido en desplazar la charitas de los seres humanos al terreno de los animales, es decir, la fundación de códigos que legislan la conducta de los hombres hacia las bestias, situando las correspondientes polémicas en una esfera ajena a la que, tradicionalmente, habían ocupado la libertad humana y el enaltecimiento y mejoramiento de la especie. Esta es la primera parte de nuestro asunto de hoy.

Pocas semanas más tarde, el mismo Parlamento discurrió acerca de la legitimidad de una larga serie de fiestas con presencia y abuso de los mismos animales, fiestas provistas de una crueldad cuantitativamente menor, pero cualitativamente más repulsiva; pues, si en las corridas la lucha a muerte entre el animal y el hombre se desarrolla según un ordenado protocolo y una relativa simetría -puede morir cualquiera de los dos, y así sucede, sin que los antitaurinos se hayan preocupado nunca por el sacrificio de los toreros-, en los correbous los humanos llevan las riendas de la conducta del animal, y al animal no le queda otro remedio que ser objeto de la burla, jamás objeto de una lucha digna, cuerpo a cuerpo, como sucede en las corridas.

La primera decisión, aunque teñida de un obvio "antiespañolismo" que no posee el menor fundamento histórico, nació de la propuesta de determinadas plataformas furibundas, que esgrimieron unos derechos de los animales ajenos a todas las listas de derechos universales: la "caridad animalista" abrazó entonces la causa de los toros, y pronto vendrán más causas. La segunda decisión debiera haber sido una extensión de los fundamentos "teóricos" de la primera; pero, en este segundo caso, ha sido más potente el argumento de las "señas de identidad" que el argumento madre de todo el asunto: se suponía que hay que defender la integridad y la "dignidad" de todos los animales, sin excepciones.

Reuniendo ambos debates solo puede llegarse a esta conclusión: los animales podrán ser zarandeados, mareados, golpeados, insultados, humillados y convertidos en antorchas cuando se imponga una razón vagamente nacionalista y discriminadamente patriótica, pero no podrán ser sujeto de un ritual sacrificial mucho más severo y formal, las corridas, a causa de su incómoda incardinación en la materia ideológica. Siendo así, los argumentos del segundo debate arruinan la verosimilitud del primero y sitúan de lleno la cuestión en un terreno bárbaro, lleno de mezquindades e hipocresías.

Jordi Llovet es ensayista, traductor y catedrático emérito de la Universidad de Barcelona.

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