Nacional
La manifestación abertzale del sábado pasado en Bilbao estaba encabezada por una pancarta a favor de los derechos humanos, civiles y políticos. Estamos tan acostumbrados al esperpento social que esto ya ni nos choca, pero la cosa tiene bemoles. Porque sin duda una amplia mayoría de los manifestantes no ha condenado jamás los crímenes de ETA contra los derechos humanos, civiles y políticos. El fanatismo es una patología moral y mental que envenena a las personas hasta convertirlas en monstruos disociados, capaces de llorar por una paloma herida mientras destripan tranquilamente a su vecino. Y creo que los nacionalismos son terreno abonado para que prenda la locura fanática. No siempre sucede, pero el peligro ronda. El nacionalismo es una enfermedad infantil del ser humano, decía Einstein, y desde luego nos pone en contacto con nuestro lado más primitivo.
Y esto sucede hasta en los niveles más livianos. Miren por ejemplo la reciente desfachatez del Parlamento catalán al legalizar los correbous tras prohibir los toros en julio. Pues bien, lo más interesante son las justificaciones que han dado. Es que son tradición, dicen. Es que forman parte de nuestra cultura. O sea, exactamente las mismas palabras de quienes apoyan las corridas de toros. ¿Será que los nacionalistas que argumentan eso se consideran los únicos poseedores de una tradición como es debido, de una tradición mitificada e intocable de la que alardean como si haber nacido allí fuera un logro personal, mientras que los demás hemos nacido al tuntún y sin ningún mérito acá o allá, como champiñones en el estiércol? ¿O quizá el solipsismo patriochiquero, la cosa de mirarse todo el rato el ombligo, impide poder escuchar lo que otros dicen? En fin, no digo que todos los nacionalistas sean así. Pero todos los nacionalismos tienden a esto.
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