Resaca
No todas las resacas son iguales. Las hay sonrosadas, placenteras pese al agotamiento y a ese tenue, doloroso zumbido que delata en las sienes los excesos. También existen las resacas malas, endurecidas por la conciencia de haber roto algo, una fiesta echada a perder, un amigo que se ha sentido traicionado, una equivocación de graves consecuencias. Pero las peores son las resacas tristes. Las que te dejan sin ganas de levantarte de la cama. Las que te hacen dudar hasta de cómo te llamas. Las que apenas proyectan sombras negras en el futuro.
El 29-S me ha dejado en el paladar el regusto amargo de las resacas tristes. La diligencia con la que la vicepresidenta económica enseñaba al día siguiente el dispositivo de memoria que contenía los Presupuestos, la condescendiente sonrisa con la que la vicepresidenta primera invitaba a Méndez al diálogo, la pose patriarcal, institucional, casi decimonónica en el gesto, que el presidente adoptó para tratar a los líderes sindicales como a unos chiquillos revoltosos, que no tienen mal corazón pero ignoran la verdad, el abrumador peso de la púrpura, me ha hecho más daño que los desprecios de la patronal, que la altivez del PP, que el sarcasmo de algunos titulares que estaban escritos antes de que salieran a la calle algunos periódicos.
Yo también desconozco el peso de la púrpura, pero me sé algunas verdades de andar por casa. Entre ellas, la más relevante fue la que me enseñó una Puerta del Sol abarrotada de gente. Ignoro cuántos éramos, pero sé que éramos muchos, y que ninguno de nosotros ha votado ni votará nunca al PP. Después de eso, la seguridad de Zapatero en que sus reformas demostrarán sus benéficos efectos en cuatro o cinco años, como si él fuera a estar allí para recogerlos, me parece una ingenuidad incomparable con la convocatoria de esta, o cualquier otra huelga general.
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