El Brujo, ese profeta
Entre la talla intelectual de algunos representantes de la Iglesia y la sabiduría de ese juglar de Dios y todos los hombres que se llama Rafael Álvarez, El Brujo, me quedo con este último. Estoy por recomendarle a monseñor Juan Antonio Martínez Camino, secretario general de la Conferencia Episcopal, que acuda a ver El Evangelio de san Juan en el teatro María Guerrero. Lo disfrutaría como las monjas que salían encantadas el pasado domingo del espectáculo y un servidor. Y lo que es más importante: dejaría ipso facto de lanzar majaderías como las que soltó el jueves pasado para justificar que los obispos se mojaran sobre la reforma laboral.
A mí me la trae al pairo qué piensan los curas sobre asuntos terrenales e incluso aún más sobre cuestiones divinas. Pero no por eso se merecen cierto escarnio para evitarles ridículos futuros. Decía monseñor que la Iglesia no se pronuncia sobre asuntos complejos o discutibles, que otra cosa es el aborto y el matrimonio homosexual. Según Camino ahí no hay duda: tamaños pecados son condenables con el fuego eterno. Pero, sobre lo demás, ellos no pueden emitir una opinión neta.
"¡Neta!", decía el pavo. Como si todo lo que rueda en este valle de lágrimas empezara o acabara basándose en su santo veredicto. Son los efectos babosos del pensamiento único, eso que los progres creen un invento de los ultraliberales y que ellos copiaron a saco del dogma de fe. De ahí su terror a ese demonio de la contemporaneidad que se llama relativismo. El papa Ratzinger lo blande como arma cada vez que puede. Es un tema que les escuece. Aunque saben sacarle tajada cuando conviene. ¿O no es así como se comportan cuando deben torear la epidemia de pederastia que les invade? Ahí sí les viene de perlas el relativismo, que otros podrían calificar de hipocresía.
Para aprender un huevo sobre lo relativo que resulta todo -empezando por la palabra de Dios-, sería urgente que acudieran a ver como un sermón de la montaña, a El Brujo. Saldrían debidamente aleccionados después de contemplar la sutil y demoledora inteligencia de un actor sabio. De un hombre empeñado en desenmascarar verdades escondidas, misterios que a la vista y al oído saltan en su palabra preñada de dudas y paradojas, despojadas de la máscara impuesta por tergiversaciones posteriores más convenientes al poder de la Iglesia que la felicidad o el consuelo de los hombres.
Este artista total, este juglar, cómico, mago del gesto y la voz, les aportaría miles de claves que se les escapan. Como la visión de un Cristo poético, ninguneada por las ínfulas divinas con las que convino vestirle tras su martirio. Muchos creeríamos más en él hoy como poeta que como sumo hacedor. En los asuntos del lenguaje, lo bordó. En cuanto a su faceta de arquitecto del universo, sinceramente, su trabajo deja mucho que desear. La sigue cagando, pero bien.
El espectáculo de El Brujo es tan sencillo como contar el evangelio. Y su talento tan descomunal como para demostrar en dos horas sus poderes ultraterrenales. La coherencia y la ambición de Rafael Álvarez le han llevado a plantear un teatro puro, en absoluto artificial, absolutamente profundo. Desde que le vi por primera vez dando tumbos de genialidad en La taberna fantástica no he dejado de seguirle. Sus visiones de los clásicos, junto a Fernán Gómez o a Alonso de Santos, entre la picaresca del Lazarillo y las cuitas del Tenorio, nos han revelado su distancia, su gracia superlativa, su cuajo de andaluz perplejo y aferrado al arte sublime de saber contar.
Hoy Rafael Álvarez es un lujo máximo sobre los escenarios. Un descomunal continuador de la estirpe de Vitorio Gassman y Dario Fo -presente con su Misterio bufo en este Evangelio de El Brujo-, un trovador que planea sobre la etérea era de la globalidad impuesta por las pantallas con las herramientas y la verdad de la palabra hecha cuerpo, del verbo hecho carne, un tipo capaz de revelarnos la poesía y los disparates de las sagradas escrituras con poderes tan hipnóticos como racionales. ¿Puede existir verdad o dogma de fe más grande? Que aprendan los obispos. El Brujo es nuestro verdadero profeta.
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