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Columna
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Vuelan las casas

Todos quisimos acceder a tener nuestra propia casa. Más que eso: la casa en propiedad significaba una autonomía tan relacionada con el amor propio como con la propiedad del yo. De esa prolífica simbología se ha deducido, en estos últimos años, la avidez que condujo a la burbuja inmobiliaria y a la tremenda crueldad de sus consecuencias.

Pero, además, las consecuencias del estallido de esa burbuja no han afectado solamente a las escrituras de propiedad de los pisos sino también a la estructura general del trabajo, de la familia, del ocio y de casi todo lo demás.

Tener una casa propia conlleva la fijación en un lugar. Significa atarse a un territorio y, con ello, establecer lazos de afecto con su barriada. El complemento, sin embargo, a este proyecto es disponer de un trabajo situado en un entorno más o menos cercano.

La crisis económica es tal que crea un torbellino de migraciones que se refleja en la moral y la conducta
¿Una casa propia? No hay familia que pueda asentarse claramente o, ya asentada, aferrarse

¿Qué sucede, pues, cuando como ahora el trabajo escasea y se hace necesario buscarlo lejos y no se sabe bien en qué cantón? La primera consecuencia es que vivir de alquiler sería, desde luego, lo más conveniente, mientras que poseerla podría ser un peso.

A la volatilidad del empleo y la imprevisibilidad de su evolución corresponde una actitud portátil y un hábitat removible. El alquiler se opone a la propiedad como el divorcio a la indisolubilidad del matrimonio o como la infidelidad del consumidor a la vieja lealtad del parroquiano.

Aunque, en realidad, todo viene a ser la misma cosa: un fenómeno entrecruzado. Desplazarse lejos en busca de trabajo acarrea la pérdida de arraigo al territorio original, acentúa la individuación y rompe lazos humanos.

Los norteamericanos, tan propensos como son a cambiar de residencia, han llegado a rozar el porcentaje del 17% haciendo mudanza cada año. Con la crisis económica es previsible que la tasa aumente y con la prolongación de esta adversidad parece probable que crezcan aún más las lejanías y la frecuencia de los movimientos.

Pero un fenómeno parecido viene a ocurrir tanto en España como en toda Europa. La mala coyuntura económica llega a ser de tal envergadura que su potencia arranca los afincamientos de muchos habitantes y crea un torbellino de migraciones que ha de reflejarse tanto en la moral como en las conductas. También, efectivamente, en los lazos de amor.

La crisis económica que empezó como una crisis de valores bursátiles se extiende, cada vez con mayor evidencia, al sistema general del valor. Lo inestable frente a lo estable, lo efímero frente a lo duradero, la contingencia frente a la sustancia.

Todo lo que pesa demasiado pertenece a otra época y, lo mismo que sucede con la generalidad de los objetos, desde el teléfono a los zapatos y desde las máquinas de escribir al ordenador, ocurre con el resto del universo inmediato sea físico o espiritual.

En conjunto, el mundo se desmaterializa o se hace más liviano. Los nacionalismos, el rescate de la cocina tradicional o las lenguas vernáculas, la vindicación de las fiestas populares y la hipervaloración del pasado no son otra cosa que contrapesos frente a la facilidad con que las cosas vuelan. Vuelan los empleos, vuelan las parejas, vuelan los sueldos, vuela casi todo en un torbellino de low cost.

¿Una casa propia? ¿Una habitación propia? En la actualidad, así como ya no existe un claro cabeza de familia -hombre o mujer-, no hay familia que pueda asentarse claramente. O que una vez asentada pueda aferrarse.

Frente al abultado peso de las ferramentas industriales del siglo XX ha llegado el delgadísimo perfil de servicios escurridizos. El mundo se desliza hacia un nuevo estadio del que no se conoce bien el carácter pero que, sin duda, nunca más será aplomado.

¿Una casa en propiedad? La crisis funeral que ha arruinado a medio mundo se halla emparentada -entre otros deudos (o deudas)- con el anacronismo del deseo fundacional -"tener tu propia casa"- que nadie hubiera podido prever de efectos tan perversos.

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