Cuando todos ganan
Una huelga general convocada con una gran distancia temporal y sin gran convicción solo podía salvar la cara si conseguía producir un efecto perceptible en la vida del país. Lo tuvo, se hizo sentir, aunque es verdad que menos que otras veces. Teniendo en cuenta que la gran mayoría de la población se manifestó en contra de ella en todas las encuestas previas, el resultado no es del todo malo. Ciertamente, no ha sido capaz de paralizar el país, tal y como pretendía, pero ha tenido un inmenso impacto sobre la discusión pública. Desde hace semanas no se ha hablado de otra cosa, y ha conseguido revitalizar el debate en torno a las medidas de ajuste social, la reforma laboral y la próxima y ya casi inexcusable revisión de las pensiones. Este ha sido su gran éxito. Ha escenificado también la frustración de los más menesterosos ante unas decisiones de política económica y social que se presentaron como absolutamente ineludibles. Un acto de voluntarismo en momentos de resignación.
La identidad de la izquierda casa mal con la resignación y el pragmatismo coyuntural
Desde la perspectiva de las dos partes en conflicto, el Gobierno y los sindicatos -la oposición ha actuado como si todo esto no fuera con ellos-, ha sido también una huelga sin vencedores ni vencidos. Ni unos ni otros pueden cantar victoria ni sentirse derrotados. Es posible que este resultado fuera el buscado, como se puede deducir de la propia negociación entre el ministro de Fomento, José Blanco, y las centrales sindicales sobre los servicios mínimos, que muestra a las claras el espíritu de concordia que ha presidido -con la salvedad de algunas comunidades autónomas gobernadas por el PP- la fase anterior de la misma. También, ya en sus postrimerías, con la mano tendida al diálogo del ministro de Trabajo, Celestino Corbacho.
La mala conciencia del Gobierno por las medidas de ajuste y la reforma laboral acabó sintonizando así con los reproches sindicales sin que ninguno consiguiera deslegitimar al otro. Ha sido la exhibición de un desacuerdo en familia. Y cada uno ha logrado transmitir al final la imagen que le correspondía por su posición objetiva: el Gobierno, su papel de responsable por el interés general; los sindicatos, la representación del agravio de los más perjudicados por las medidas adoptadas. Enfrentados, sí, pero hermanos de sangre.
El escenario ha quedado así despejado para que la izquierda institucional y la laboral se reagrupen, "dialoguen", y puedan exhibirse más o menos unidos en estos tiempos de zozobra y soledad de la izquierda.
Eso no significa, desde luego, que los sindicatos estén en condiciones de lograr rectificaciones sustanciales, pero la próxima foto del presidente con los líderes sindicales es ya en sí misma un pequeño soplo de aire fresco. Una victoria clara de alguna de las dos partes los hubiera arrastrado a una lucha fratricida de consecuencias obvias para la gobernabilidad del país y para dejar el camino expedito al triunfo de la oposición.
Si el Gobierno, una vez asumido el coste político, no puede ir marcha atrás en sus actuaciones de política económica; ni los sindicatos recurrir a más huelgas sin profundizar en su deslegitimación, no queda otra que hacer de la necesidad virtud y esperar conjuntamente a que escampe en el campo de la economía para emprender después, concertados, otro tipo de políticas. Para ello tendrán que estar unidos y tendrán que impedir a toda costa que se fraccione el electorado de izquierdas. Deberán evitar que la impotencia que muestra la izquierda en estos sorprendentes momentos de relegitimación de los mercados y el capitalismo internacional se transforme en una desazón que conduzca al absentismo o a optar por grupos más radicales.
El problema, sin embargo, es que la identidad de la izquierda casa mal con la resignación y el pragmatismo coyuntural. Cuando está en el Gobierno no tiene más remedio que adaptarse a las contingencias de lo político, porque no hacerlo, como se ha visto en estos meses, puede tener consecuencias suicidas. Pero en su ADN está el negarse a aceptar lo dado como lo único posible.
En el caso de los sindicatos, además, se encuentran ante la dificultad de aplacar a unas bases a las que no han dejado de jalear en contra del Gobierno y que ahora no entenderían una marcha atrás. La única solución pasa por el ejercicio de ese atributo que parece más escaso cada vez, el liderazgo. Tanto por parte del Gobierno como de los líderes sindicales. Si la partida ha quedado en tablas solo cabe hacer una de dos cosas: o volver de nuevo al enfrentamiento, o unirse y cambiar de juego y de adversario. Y, sobre todo, saber explicar y justificar por qué se hace.
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