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Columna
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Francho Blas

Le apuntaba el bozo a aquel muchachote que servía la cena, y José Antonio le preguntó al distinguir el fuerte acento aragonés de quien atendía en el restaurante: "¿Tú, de dónde eres mozo y qué haces por aquí?". El chico le contestó que de Aliaga y que había que trabajar, comer y vestirse. Era uno más, entre tantos turolenses vecinos, que dejaron el pueblo y llegaron a las comarcas valencianas costeras. Labordeta se atusó el mostacho y la conversación tomó otro rumbo. Al resto de comensales, el acento aragonés no nos mereció una especial atención, porque por donde La Plana estábamos acostumbrados sobradamente a convivir con miles de nuevos valencianos originarios del frío Teruel. Un Teruel de duros roquedales y manchas verdes, un Aragón despoblado, cuya gentes emigraron en su día. La anécdota, que evoca la memoria, nos llegó con las claritas del día de un septiembre otoñal. Y llegó con el boletín informativo que indicaba que José Antonio había partido en el tren que a todos nos espera, como cantaba en su Moribundo el belga Jacques Brel. El aragonés anduvo por Castellón cuando la transición política y acababa de actuar en el conocido recinto de La Pérgola. Supimos entonces de su sabrosa locuacidad, de su afecto por el antiguo reino de Aragón, entre cuyas identidades distinguía Labordeta sin lugar a dudas el fenómeno del despoblamiento, que había convertido en un yermo grandes extensiones de su tierra natal.

El Labordeta del Aragón hermano y vecino del País Valenciano le puso música a realidades ásperas; le puso texto y notas cargadas de mordacidad y mala leche al disparate o a la injusticia social y medioambiental. Porque quizás solo el sarcasmo agrio y la ironía bronca y mordaz sean lo más pertinente ante determinadas situaciones. En los posos de la memoria se nos quedó que los hijos de la María emigraron a Nueva York, uno para trabajar de negro y otro de indio en un salón; o la peripecia del último labriego que se quedó en el pueblo con su cabra mochales y soñando en irse a Zaragoza.

José Antonio pregonó siempre en sus acordes el inconformismo como seña de identidad aragonesa. Su última música, la música de sus últimos años, iba también acompañada de los nuevos disparates de la especulación y el ladrillo. En su Corrido de Francho Blas, el ameno Labordeta le puso compases mexicanos al alcalde trapacero de las recalificaciones, de los planes urbanísticos que destruyen vegas y paisajes entrañables, de los adosados junto a la bucólica ermita en el pueblo natal de cualquiera de los emigrantes que acamparon en nuestros llanos y riberas valencianos, o en los grandes núcleos industriales de Cataluña. Los prebostes locales, los gárrulos que confunden sus atributos viriles con las témporas. Jefecillos con los que, según Labordeta, hay muy poco que apañar, porque acaban con países y paisajes. Cogió el tren Labordeta, y aquí nos quedamos, quienes le queremos, con ladrillos sin vender, crisis y gárrulos que se eternizan en tierras aragonesas o valencianas.

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