Del pop a la apoteosis orquestal
Avisados estábamos. Desde el mismo día en que Peter Gabriel publicó su disco Scratch my back, allá por el mes de marzo, nos han repetido como un mantra que este era el proyecto sin-guitarra-ni-batería del antiguo líder de Genesis. Bien está no llevarse a engaños y anoche Gabriel se ajustó en el Palacio de los Deportes al plan preconcebido: su voz profunda y doliente, alzándose como una plegaria agónica desde un lateral; un piano de cola en el otro extremo del escenario y los 54 músicos de la New Blood Orchestra, con una musculosa sección de cuerda, envolviéndolo todo gracias a unos arreglos de enorme contraste dinámico: vertiginosas evoluciones del pianissimo al forte en cuestión de segundos.
Los 54 músicos de la New Blood Orchestra lo arroparon
Cosa distinta es que tanto énfasis orquestal y las atribuladas reflexiones sobre el amor constituyan el menú más deseado entre los seguidores del músico londinense, justo en el año en que se estrena como sexagenario. Los apenas 4.500 espectadores que acudieron a la cita se antojan un aforo exiguo para recibir a uno de los creadores más asombrosos del siglo XX, aunque el precio de las entradas -entre 50 y 140 euros- constituyera un elemento muy disuasorio. Por lo demás, Gabriel solo había publicado en el último cuarto de siglo dos discos de temas propios y un par de bandas sonoras; revivir del letargo para ofrecer un espectáculo sinfónico de versiones constituye una decisión algo desconcertante.
Pese a los recelos, la plasmación en directo de Scratch my back acaba convirtiéndose en una experiencia embaucadora. Cuesta reconocer en ese estático caballero de sudadera negra, a pie quieto frente al micrófono, no ya al joven que se embadurnaba el rostro de maquillaje con Genesis, sino tampoco al genio de la teatralidad que en los años noventa arrancaba sus conciertos encerrado en una cabina telefónica. Pero la docena de piezas ajenas que interpreta durante la primera mitad de la sesión terminan siendo gabrielescas hasta los tuétanos.
Heroes (David Bowie) arranca con aire taciturno y contemplativo, pero estalla en una maravillosa tormenta de violines. Y Boy in the bubble, proveniente de la etapa sudafricana de Paul Simon, es una deconstrucción mucho más radical que las practicadas en la Cala Montjoi. Todo ello aderezado, claro, con un diseño escénico cuidadísimo: un permanente baño rojo sobre la orquesta, figuras simétricas brotando de los paneles led y proyecciones de los músicos en un blanco y negro muy granulado.
Gabriel gime, susurra y recurre a la contención expresiva para lograr después un efecto sobrecogedor en los picos de mayor intensidad. Lo consigue a menudo: el remate de la inquietante My body is a cage (Arcade Fire), la sencilla belleza de The book of love (The Magnetic Fields), ilustrada con monigotes infantiles en las pantallas; los bruscos vaivenes de la orquesta con The power of the heart, de Lou Reed. Pero no hay concesiones ni guiños: el tempo es cerebral y parsimonioso, los arreglos sinfónicos abrazan la complejidad contemporánea de John Adams o Nico Muhly y el protagonista de la noche no dará un solo paseo por el escenario hasta el quinto tema.
La segunda parte, ya con repertorio propio (San Jacinto, Digging in the dirt, Signal to noise, Red rain), permite un mayor lucimiento de Gabriel y su espectacular orquesta, con pasajes diabólicos en Downside up o Rhythm of the heat. Puede que el autor de Solsbury hill esté perdiendo dinero con esta gira, pero no nos viene a la cabeza ningún acercamiento del pop a la música sinfónica tan apoteósico y emocionante como el de anoche.
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