Capitalismo amamantado y pedigüeño
La crisis actual puede ser ese momento de oportunidad que estaba necesitando el modelo productivo español para fortalecer su vertiente competitiva y exportadora. Es una oportunidad nacida de la necesidad; pero esto no es malo, porque la necesidad acostumbra a ser buen estímulo para el cambio.
La necesidad dice que o somos cada vez más capaces de vender nuestros productos en los mercados exteriores -y también en el mercado interior, sustituyendo productos importados- o el crecimiento será lento y el paro muy prolongado. No hay alternativa, porque el consumo doméstico de las familias, las empresas y el Estado será débil durante un tiempo por la necesidad de desendeudarse.
¿Es posible? Otros países lo lograron. Es el caso de Finlandia, que "aprovechó" la crisis económica de primeros de los noventa para transformar una economía tradicional, basada en recursos naturales y centrada en el mercado interno socialista, en una economía dirigida al exterior, tecnológicamente avanzada -con Nokia como punta de lanza-, acompañada de unas políticas orientadas a la igualdad, a la formación y al conocimiento científico y tecnológico.
Es como colesterol malo para el espíritu del buen capitalismo competitivo que necesitamos en España
Pero en nuestro caso ese cambio está lastrado por un capitalismo amamantado desde los presupuestos públicos que, como una rémora, succiona recursos y retrasa el avance. Hablo, por un lado, de un segmento empresarial de pocas (no más de seis) pero muy influyentes grandes empresas constructoras que viven de la obra pública, y por otro, de un capitalismo rentista que vive de las "primas" y de la especulación con las concesiones, y cuyo ejemplo más conmovedor es el bienintencionado y manirroto modelo español de subvención a las energías renovables.
Este capitalismo, amamantado además en el momento en que todo el mundo ha de apretarse el cinturón, se ha vuelto "pedigüeño". Leímos esta expresión en agosto a raíz del encuentro de esa media docena de grandes empresas constructoras y concesionarias de servicios públicos con el presidente del Gobierno en La Moncloa, reunión suspendida al hacerse pública.
Sorprende esa aparente proximidad y simpatía del Gobierno con este segmento del capitalismo español y, por el contrario, la lejanía, a pesar de sus declaraciones retóricas, de las necesidades del capitalismo competitivo. Vean dos noticias sacadas de este mismo diario esta semana. El domingo informaba de que el Gobierno planea un recorte del 10% para Ciencia e Innovación en 2011, después del 15% recortado en 2010, el mayor de todos los ministerios. La noticia venía acompañada del comentario de la ministra Cristina Garmendia: "O se apuesta por la I+D, o estamos abocados a ser un país de segunda". El miércoles, otra noticia informaba de que el Ministerio de Fomento pretende movilizar 7.512 millones de euros para impulsar el ferrocarril (el monto total del presupuesto de Ciencia e Innovación es de 5.400 millones).
En las actuales circunstancias, la influencia de ese capitalismo de presupuesto público es un lastre para el avance hacia una economía competitiva y exportadora que necesitamos. Por cuatro motivos:
Primero, porque la gran obra pública en España ha entrando en una fase de productividad decreciente, cuando no de despilfarro. Sucede que aún se beneficia de lo que Germà Bel, compañero en la Universidad de Barcelona y excelente experto en estos temas, ha llamado la "creencia religiosa en la bondad per se de las infraestructuras". El relativo retraso que teníamos en el momento de la entrada en la CEE, junto con el maná de los fondos estructurales, hizo de la construcción de infraestructuras no solo algo necesario, sino deseable en sí mismo. Pero, ahora, construir por construir puede que convenga a las grandes constructoras, pero no al interés general. Hemos de preguntarnos por su necesidad, su eficacia, por cómo se pagará y ante todo por su coste de oportunidad, es decir, aquello que dejamos de hacer (escuelas, I+D, formación de los parados, etcétera) para seguir haciendo aeropuertos, autovías o AVE. Y cuando nos hacemos estas preguntas, las respuestas asustan.
Segundo, la política energética, y en particular el modelo de primas a las renovables, no tiene pies ni cabeza. No es fácil hacerlo tan mal. Cuesta imaginar una política energética más desquiciada, cara, ineficiente e insostenible. Un resultado así solo se consigue combinando intereses privados con buenas intenciones públicas. Pero, ya se sabe, el infierno está empedrado de buenas intenciones.
Tercero, es un capitalismo que ha llegado a una fase propensa a la corrupción y al fraude. Solo hay que leer la prensa y los informes oficiales para comprobarlo.
Cuarto, y para mí más importante, porque es como colesterol malo para el espíritu del buen capitalismo competitivo que necesitamos, lo deslegitima socialmente, al basar la rentabilidad de los negocios en las "primas" y la especulación con las concesiones, y no en el beneficio que surge del esfuerzo y del riesgo empresarial.
La crisis es una oportunidad para el cambio. Para lograrlo necesitamos moderar el apetito y el acceso a la ubre de los presupuestos públicos. Que todos se ganen la vida en sana competencia, apretándose el cinturón y gestionando bien. Y produciendo cosas de calidad a buen precio, y que la gente, sean propios o extraños, esté dispuesta a comprar. Para ello se precisan dos cosas: compartir un proyecto de país basado en una economía competitiva y exportadora, y tener una política de Estado capaz de coordinar todas las capacidades públicas y privadas y, a la vez, orientar todos los recursos disponibles, comenzando por los presupuestarios, hacia ese objetivo de cambio. Sería una noticia excelente que los presupuestos de 2011 reflejasen esa prioridad.
Antón Costas Comesaña es catedrático de Política Económica de la UB.
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