Fantasma
Hay muertos en la guerra de 1936 que siguen sin morir, perpetuamente rechazados: la guerra sigue respirando a través de ellos. No constan en los registros civiles, y poco pueden hacer los funcionarios, los jueces, porque la ley es impersonal, y el juez es el primero que tiene la obligación de cumplirla. Una muerte violenta, desaparecido el cadáver, exige diligencias judiciales, certificados y testigos para figurar en el Registro. Exige lo imposible en el caso de muchos muertos en la Guerra Civil.
Cuando, hace más de treinta años y bajo gobierno de la extinta Unión de Centro Democrático, el Estado quiso auxiliar a los caídos en la guerra y posguerra, se entendió que resolvía una deuda con los muertos, presos y perseguidos del franquismo, pero que los legisladores no se atrevían a decirlo. Los franquistas no precisaban reparación: ya habían convertido sus heridas en fuente de privilegios y poder. Y entonces empezaron a verse las lagunas del decreto que, en el otoño de 1936, los golpistas habían dictado para que los familiares inscribieran en el Registro a sus desaparecidos, combatientes o no, "víctimas de bombardeos, incendios u otras causas con la lucha relacionadas". No todos los republicanos obedecieron el decreto militar. ¿Cuánto valor o insensatez se requería para presentarse ante los asesinos e identificarse como pariente de los asesinados? A partir de 1979 se supo que muchos no habían inscrito a sus muertos.
Aquella ley de 1979 no nombraba al franquismo. Hablaba en general de la Guerra Civil. Bajo los efectos de una dictadura hay que tener un cuidado extremo con las palabras. Una vez vi el certificado de defunción de un asesinado en Granada durante agosto de 1936. La causa de su muerte había sido una limpia "herida de bala". Aquellos muertos no caían en el frente, sino asesinados en cunetas, en paseos y mataderos nocturnos o a plena luz. Se iban, se los llevaban, se les perdía de vista. La inscripción de su muerte no podría registrar, como manda la ley, fecha, hora y lugar del fallecimiento. No dejaron testigos ni certificado médico. Los juzgados no tienen certeza absoluta de su muerte. No la tendrán nunca: fueron muertes excepcionales, fuera de la ley.
La realidad española habría necesitado una legislación especial para estos casos de muertos invisibles. Dada la implicación del Estado en los hechos, la Administración debería haber resuelto el problema desde los ayuntamientos o, más aún, desde el aparato judicial y policial. Por estos asuntos sigue fantasmalmente viva una guerra viejísima. Pero en España somos hipócritas. Las más altas instancias del Estado, incluido el Parlamento, jamás han condenado explícitamente el franquismo. El Parlamento condenó en 2002, en la fecha simbólica del aniversario de la muerte de Franco, los totalitarismos en general, y asumió, con ocasión de la llamada Ley de Memoria Histórica, hace muy poco, una remota condena del franquismo, ajena, del Consejo de Europa, en París.
Suave y mayoritariamente, se ha impuesto la visión de los herederos del franquismo, quizá porque aquí el terrible Mister Hyde dictatorial supo transformarse en un doctor Jekyll pacífico y demócrata. El posfranquismo no ha sido antifranquista. Gran parte de la población española convivió con los crímenes políticos y los apoyó o no quiso enterarse, no opuso resistencia. Así que lo más consolador era aceptar la idea dominante, es decir, que en la guerra hubo barbaridades por parte de los dos bandos y que, si la dictadura tuvo cosas malas, sus principales faltas deben ser atribuidas a la extraordinaria maldad de sus enemigos, que a pesar de todo no pudieron impedir el orden y el progreso económico. Los principales defensores de esa visión no han demostrado nunca culpabilidad ni vergüenza. Pero se sienten amenazados, alarmados e irritados cuando alguien recuerda en voz alta los crímenes del franquismo.
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