_
_
_
_
Reportaje:SIN COCHE | Robregordo

No moleste, por favor

Neorrurales que abandonaron la gran ciudad conviven con los lugareños

Juan Diego Quesada

El visitante, aparentemente, molesta. Un hombre calado con una boina azul, rodeado de gardenias y girasoles, lo deja claro: "No quiero conversación con nadie que no conozca. No me fío". Un rato después, en el único bar que hay abierto el dueño de la fonda está entretenido en un juego de cartas y bufa cuando se le pide un café. De lunes a viernes en Robregordo, situado en el kilómetro 87 de la autovía de Burgos, no se ve un alma por la calle y los pocos que aparecen en el quicio de su puerta no quieren mayores sobresaltos. "Estoy resfriada y con una pata mala", dice una anciana cuando se le pregunta por los atractivos del pueblo.

En realidad no hace falta guía. Subiendo por la calle principal, tomada por perros callejeros que remiten a otra época, se llega a una planicie donde se encuentra un potro. La gente del pueblo subía hasta aquí para inmovilizar a los animales, bien para poner las herraduras a los caballos o practicar curas al ganado. Unos metros más allá se ve la fragua, fundamental en un sitio donde la mayoría se dedicaba a labrar el campo y a la ganadería, como se explica en un cartelito. No huele a choto ni hierro fundido; el potro y la fragua, relucientes, se conservan en realidad como piezas de museo.

"Parece que estamos a años luz de la capital del reino", dice el alcalde
En la zona se puede hacer turismo ecuestre, escalada y hasta piragüismo

Las casas son de piedra, construidas la mayoría en cuesta, y de entre todas ellas destaca una con aspecto añejo pero con las ventanas pintadas de llamativos colores. Como si de la cuadra de Pipi Långstrump se tratara. A los habitantes de esta morada se les conoce como los okupas, pues llegaron hace dos años al pueblo y se instalaron en la casa de un hombre que había muerto poco antes. Se les vio en principio con recelo en este pueblo que no llega a los 30 habitantes durante el duro invierno. Esta tarde a un lado de la casa se ve, de espaldas, a un chico de 25 años llamado Borja paseando a un perro regordete. "Vivía en la periferia de Madrid. Lo dejé todo y me vine aquí", cuenta sin querer aclarar en qué zona exactamente. Mira al horizonte como un asceta: "No quiero jefes, ataduras, vivimos con libertad. En la naturaleza. Me empleo en la huerta, en alguna construcción que se haga, poco más". ¿A veces no se aburre? "No, y no tenemos ni televisión. Siempre hay algo que hacer". En la cocina está haciendo la comida su compañera, Amaya, que se asoma a la puerta y deja entrever algo aprendido del carácter de Robregordo: "No quiero decir nada. No me gusta contarle mi vida a un desconocido".

La realidad es que el pueblo les aprecia. Los neorrurales se han ganado la confianza de sus vecinos. Admiran que hagan pan y luego vayan con una mochila vendiéndolo por la capital. Bajando la cuesta con su aspecto de hombre despistado llega Alejandro García, un cocinero jubilado: "Al principio, cuando llegaron, les veíamos así raro, con desconfianza. No nos fiábamos. Luego vimos que el amo de la casa les daba su consentimiento y que eran majos, buenas personas. Yo mismo les he dejado una huerta que no usaba para que cultiven lo que quieran. Cada cierto tiempo me traen patatas o lo que sea y yo les digo: 'No me traigáis nada que yo soy solo y no me hace falta".

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
SIGUE LEYENDO

La vida de los neorrurales, gente que deja la ciudad para emprender una nueva vida en el campo, tiene que servir como ejemplo. El visitante, como se decía al principio, no molesta en realidad. Sencillamente, las cosas por aquí van despacio. El que visite Robregordo lo tendrá que hacer con tiempo, dejando pasar las horas, dando pie a que los lugareños se acostumbren a su presencia. A partir de ese momento todo cambia.

Robregordo, sin embargo, fue conocido en su día como el pueblo ingobernable. En 1994 tuvo cinco alcaldes en ocho meses. Los problemas con el agua, los límites de la localidad y los enfrentamientos entre familias hacían imposible la paz en el lugar. Eso acabó desde que llegó al poder Óscar Monterrubio, quien gobierna desde entonces. ¿Cuál es su secreto? "Ninguno. Trabajar, escuchar a todo el mundo. Hacer lo que considero oportuno, pero hacerlo para el interés general. Unas veces beneficia a unos y otras a otros", cuenta por teléfono. Monterrubio lleva tiempo preocupado por el envejecimiento de su población y la falta de algunos servicios. "Estamos a 80 kilómetros, ¿no? Pues pareciese que estamos a años luz de la capital del reino".

El tiempo, quieto, como si no fuese con este lugar, es en verdad lo más importante. Hay que dejarlo pasar, que el karma haga su trabajo. Entonces Robregordo se abre como un melón para el visitante. Hasta el hombre arisco de la boina azul hace un gesto de saludo con la cabeza cuando nos cruzamos por tercera vez.

En Robregordo el tiempo, quieto, es una de las cosas más importantes.
En Robregordo el tiempo, quieto, es una de las cosas más importantes.

Sonrisa de gnomo

- La línea 191 de autobuses, que sale desde plaza de Castilla, llega al pueblo tras una hora y veinte de trayecto. El billete cuesta 6,01 euros.

- La sonrisa del gnomo, una casa rural, ofrece alojamiento y la oportunidad de hacer senderismo y piragüismo.

- En la zona hay varias empresas dedicadas al turismo ecuestre y la temporada de caza está a punto de empezar. También se puede hacer escalada y puenting.

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites
_

Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_