Payasos y mutantes
Eximio gamberro y extravagante cineasta, Alex de la Iglesia tiene poco de veneciano, menos aún de venecianista, escuela poética de exquisitos lirismos, pero la ciudad de los carnavales se ha rendido ante la truculencia de sus máscaras para bailar al son de una balada triste de trompeta que canta Raphael, ventrílocuo de sí mismo, muñeco trágico y patético augusto, superviviente de todas las movidas. De la Iglesia es un profeta escéptico que adelantó el Apocalipsis que anunciaban las Torres KIO, tótem bífido y maligno, torres inclinadas ayer, hoy humilladas por los cuatro pilares que se ciernen a sus espaldas, levantados a mayor gloria de la especulación urbana en el horizonte de la villa capital. El faro, falo luminoso del edificio Capitol (Carrión), cumbre peligrosa para los escaladores frikis de El día de la Bestia es un icono más afín y manejable para los madrileños, edificio emblemático de la extinta movida, reivindicado y fotografiado por Juan Ramón Yuste, cuyo obituario figuraba ayer en las páginas de este periódico para teñir de luto con la ausencia de un viejo amigo la primera lectura del diario.
A Alex de la Iglesia le infunden más miedo los payasos que los mutantes
Alex de la Iglesia redefinía, con nariz de payaso, el esperpento, esa tragedia deformada por los espejos cóncavos y convexos del callejón del Gato: "España es un país partido en dos: si uno ríe, el otro llora", declaraba en una entrevista reciente de EL PAÍS. El clown de la cara blanca, sádico enharinado, y el desharrapado augusto se reparten las bofetadas sobre la pista ibérica y cainita. A Alex de la Iglesia le infunden más miedo los payasos que los mutantes, por lo que su triste balada podría ser interpretada (habrá que verla antes de analizarla) como un exorcismo, uno de los rituales favoritos de este director y guionista poseedor de un estilo propio en el que lo tierno y lo grotesco, lo fantástico y lo cotidiano se fusionan en imposible y personal alquimia. Al conjuro de la trompeta del arcángel Raphael, los dos bandos de la España bicéfala, afirma De la Iglesia "quieren a la misma y con el mismo cariño expresado de formas distintas... hasta que al final se la acaban cargando". Lo dice y se ríe, apunta Toni García, el entrevistador, y su risa de papel resuena bronca y esperpéntica en los salones venecianos.
Bilbaíno emigrado a Madrid, al director de la Academia de Cine se le suele ver por los aledaños de la Gran Vía, acodado, por ejemplo, en la hospitalaria barra de El Palentino, frecuentado por una heteróclita clientela que acumula méritos para figurar en sus películas, fauna ubérrima y anónima de la calle del Pez que dibuja en la noche un escenario posapocalíptico, tribus mutantes abriéndose paso sobre los detritus que vomitan los contenedores sobre las aceras para acceder a los múltiples bares, entre arbolillos escuálidos y aviesos bolardos, bajo la nube tóxica de los tubos de escape. De la Iglesia se inició en el cómic y este paisaje urbano, degenerado y exultante, podría haber surgido de una pesadilla de Moebius. Alex rodó su primer corto Mirindas asesinas en un bar oscuro y desangelado y su anécdota hilarante y brutal prefiguraba una forma de ver y de contar historias, historietas gráficas, viñetas de un story board, guión dibujado, de una película que proyecta obsesiones y revienta tabúes, una película en la que el terror y el humor acechan detrás de cada fotograma: "Todos tenemos miedo y el que no lo admita es un estúpido", las palabras del cineasta subrayan las inquietantes notas de la balada raphaeliana en la que el polipatético artista imita los acordes de un lamento de trompeta.
En el Madrid mutante de Alex de la Iglesia, la risa y el llanto hacen coro y los clarines destemplados convocan a la fiesta crepuscular y colectiva, a las alegres exequias del Estado de bienestar. Sobre la pista central los inquietantes payasos interpretan su balada melancólica.
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