Josep Cisquella, la exactitud turbada de un pintor
Ni las cuatro canas ni las múltiples dioptrías lo hacían raro. Lo hacían único, en cambio, el humor socarrón y el don de la caricatura verbal, la simpatía sin aspavientos y las ganas de ser feliz y hacer felices a los demás, y la primera Fina Caus, "la meva companya de viatges pel món i del viatge per la vida". Nadie hubiera dicho que ese señor tan alto y de movimientos de mucho desplazamiento, nacido en Barcelona en 1955 y que no superó en la noche del pasado jueves el posoperatorio de una intervención de corazón, era ingeniero industrial y había sido profesor nada menos que de Estadística en la Politécnica de Barcelona. Menos iba a imaginar nadie que era un pintor pasmoso de secretos ámbitos despoblados y vivos, sin rastro humano, sin una sola figura, porque lo que ponía en los cuadros eran simulacros de calles y aceras -las del paseo de Gracia o las de Nueva York, donde exponía habitualmente- o muros rugosos y ventanas más saturadas de emotividad y sentido que la mayoría de las personas.
Encontró en la realidad el soporte para inventar pintura y progresivamente fue dejándose atrapar por las sombras de lo real, y las sombras empezaron a dominar los espacios deshabitados. Fue una paradoja: los cuadros empezaron a aludir al instante y la inminencia, como si algo acabase de suceder en la sala con las sombras de las sillas, o alguien acabase de subir por la escalera de caracol en sombra, o el batería o el saxofonista acabasen de dejar el instrumento o estuviesen a punto de tocarlo.
Por supuesto, no estuvo solo porque era parte entre voluntaria e involuntaria de la alternativa estética al informalismo en Cataluña, con Josep Segú o Gonzalo Goytisolo (pese a que reconocía en Tàpies un estímulo crucial para su pintura). En su entorno inmediato la actividad era a ratos frenética porque a través de su hermana Georgina pudo meter la nariz en el mundo del periodismo y a través de otra hermana, Anna Rosa, vio por dentro la vida del teatro con la compañía Dagoll-Dagom. Él decidió hace muchos años hacer cuadros, grandes, a la medida de su altura y corpulencia, y quizá por eso llegaban a confundirse con la realidad misma capturada con la doble ingenuidad de un falso fotógrafo y un pintor verdadero. Había que tocarlos para saber que incluso tocar engaña. Por eso tituló Touching reality un libro antológico de su obra editado en 2006 por sus galeristas en Nueva York y San Francisco.
La raíz estética de su pintura fue combatir su vocación de exactitud y cálculo con el simulacro de la exactitud y el cálculo. Pero nunca le oiríais decir una pedantería semejante porque le daría un ataque de risa que alguien en sus cabales se tomase en serio ni su pintura ni a él mismo. Porque lo más serio de todo era jugar e imaginar, proyectar y ensayar nuevos encuadres y materiales: su taller no era un taller, era un laboratorio para que la pintura recrease las grietas y rugosidades del asfalto o la corrosión del óxido -rojizo, ocre- en los cascos de los buques anclados. Fueron esos algunos de sus motivos más herméticos, aunque el más hermético de todos lo reservó para los números y las tablas de logaritmos (los estudiantes de la Politécnica quizá no supieron que la tapa de sus carpetas reproducía una de esas tablas). La pintura debía tener algo de desafío transgresor para ser algo más que ilustración. A Cisquella no le pega nada haberse ido tan pronto, ni le encaja en absoluto la ausencia que deja. Los profundos miopes vamos a ser nosotros.
Jordi Gracia es catedrático de Literatura Española en la Universidad de Barcelona. El funeral por Josep Cisquella se celebrará hoy domingo (a las 12.00) en el tanatorio de Les Corts de Barcelona.
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