Con voz de ángel
Pasamos la infancia de nuestros hijos haciéndoles fotos para atrapar un presente que sabemos fugaz y pocas veces se nos ocurre grabarles la voz, esa voz que nuestra memoria perderá por completo con sus cómicos fallos de lenguaje y los frecuentes tonos nasales del constipado o del llanto. La voz contiene, más que la imagen, el espíritu de la persona. Qué pena cuando alguien se nos va y no ha quedado su voz grabada en ninguna parte. La voz de los niños se nos escapa a un pasado remoto, irrecuperable. ¿Cómo cantaba tu hijo? ¿cómo te pedía agua por la noche? Cantar como los ángeles es hacerlo con la pureza del niño. Sólo detesto la voz de los niños cantando esos villancicos con los que te torturan en las tiendas. Son voces de niños muertos. Entre niños vivos como lagartijas tuve hace años un momento único. Era cuando me dedicaba a visitar los colegios con mis libros infantiles bajo el brazo, como una viajante resignada de la literatura. Ocurrió en Jerez. Llegué al que sería el último colegio del día y estaba tan cansada, con la voz tan rota, que fue entrar en la clase y derrumbarme en el sillón del maestro. Comencé a hablar pero me detuve, empachada de mí misma como estaba, y les pregunté si alguno de ellos sabía cantar. ¡Estaba en el corazón del flamenco! Los chavales comenzaron a gritar el nombre de un tal Martínez y dicho Martínez, como si estuviera acostumbrado a que las masas lo reclamaran, se colocó delante del encerado. "¿Por qué palo prefiere?". Por bulerías, le dije. Qué dominio el de Martínez. Lo asombroso es que la chiquillería se puso a tocar palmas para acompañar a su estrella, un morenillo esmirriado que cantó sin nervios, seguro de ese arte que le enseñaron la abuela, la tata y la madre, tomando su mano desde bebé para hacerle llevar el compás mientras comía la papilla. Cualquier niño puede aprender a cantar bien, me dijo una vez una profesora de música, incluso los que no están dotados. Una difícil tarea en un país tan poco musical, en el que se hace cantar poco a los niños y ya no digamos expresarse en voz alta. Es algo natural que de Jerez salga un buen cantaor, de la misma manera que tantos cantantes de jazz se formaron en los coros de las iglesias. Precisamente por eso llama tanto la atención lo inesperado, la vocación que surge de la nada. Cuando tenía seis años una niña llamada Mayte Martín sentía que no había nada que la emocionara más que el flamenco. Mayte, nacida y criada en Barcelona, en el Poble Sec, a un paso de donde creció Serrat. Mayte me contaba esto y más una mañana de agosto, en una cafetería cercana a Atocha, con la maleta y el estuche de la guitarra apoyados en la pared, listos para volver a casa. Hacía tiempo que tenía ganas de conocer a esta mujer. Siempre me ha llamado la atención su austeridad en el escenario, la manera en que borra cualquier huella de lo folklórico y se presenta ante el público con traje de chaqueta y pelo corto. Mayte conserva una grabación de cuando era niña cantando por peteneras. Algo milagroso tiene que suceder para que una criatura, fuera de un ambiente propicio, elija un género tan poco infantil. Los padres de Mayte la apuntaron a un concurso para niños cantantes que convocaba un hipermercado del extrarradio. Cada niño interpretaba lo que quería y Mayte, durante un mes, fue presentando cantes flamencos hasta resultar ganadora. Viendo sus padres que la cría se quedaba triste sin el aliciente de ir a cantar cada semana al concurso le buscaron una peña flamenca; ahí empezó a formarse la Mayte que en 1987 ganaría la Lámpara del Cante las Minas. Yo la descubrí cantando boleros. Lo mismo le pasó al pianista Tete Montoliu, que la escuchó cantar una noche en un club barcelonés y le pidió a la dueña si podía subir al escenario para acompañar a esa muchacha al piano. Actuaron aquella noche y a los pocos días Montoliu averiguó el teléfono de la chica con voz de ángel y le propuso grabar un disco. Lo grabaron, pero Mayte le dijo que prefería que aquel trabajo no viera la luz hasta que ella fuera conocida en el mundo del flamenco: no quería quedar como la bolerista sin ser reconocida antes por lo que había luchado tantos años, el cante. El gran Tete Montoliu tuvo la generosidad de complacerla y esperó hasta que la joven vio cumplido su sueño. Grabaron otro disco con el tiempo, que fue el que llegó a mis manos y que me ha acompañado en tantos paseos. Estas cosas me contaba Mayte, delante de un café, hablando sin reparos de su vida en uno de esos bares de Madrid con insoportable música de fondo, tan poco acogedores para las confesiones. Ahí tenía yo a la cantaora que nunca ha tolerado vestirse de flamenca, aunque eso le costara el puesto de trabajo. ¿Quién ha dicho que el flamenco sólo puede cantarse con moño y mantón? Unas mesas más allá una mujer alta, dulce, simpática esperaba a que acabara nuestra charla. Mayte me la había presentado abiertamente como su pareja. ¿Ha sido fácil ser como eres en el mundo del flamenco?, le pregunté. "Mira, me dice, en la vida no hay que permitir que la gente intuya que estás insegura. Si te ven actuar con firmeza, te respetan". Ese consejo rondó por mi cabeza mucho después de que la viera irse. Ese consejo, ay, quién pudiera seguirlo.
Qué pena cuando alguien se nos va y no ha quedado su voz grabada en ninguna parte
Tete Montoliu escuchó cantar a Mayte Martín en un club barcelonés y subió al escenario para acompañarla al piano
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