Huelga general
La convocatoria por UGT y CC OO de una huelga general ha suscitado un coro de críticas. Los medios de opinión derechistas tienden a subrayar en primer término que la reforma laboral se ha quedado corta y que los sindicatos carecen de representatividad y de conciencia de los intereses económicos del país. Se trata ante todo de desacreditar a los convocantes, hablando de "la juerga sindical de Vista Alegre", de su excesivo coste o de qué bien viven los delegados sindicales, en condiciones de venir a montar bronca y a tomarse cervezas a costa de los ciudadanos. "Puño en alto y caña en mano". Centrados en la danza india para celebrar el sacrificio de Garzón, lapidado por supuestos agentes de la justicia -"del juez pedradas", escribió Dante-, otros aluden a "los currantes de la huelga". En las formas de expresión más directas, tales como opiniones de tertulianos o SMS remitidos a los programas la condena es más violenta, llegando a acusar a los sindicalistas de mangantes, embusteros y, lo que es peor, de "socialistas". Nuestra derecha rezuma odio al sindicalismo.
Los sindicatos no tienen otra opción, so pena de quedar sumidos en una absoluta impotencia
El área gubernamental es más discreta y prefiere poner por delante la imagen positiva de un Zapatero sereno en su severidad, que ni siquiera tras adoptar las impopulares medidas renuncia a sus principios. Hace suya la invitación del presidente a juzgar la nueva normativa por sus resultados en el futuro, propuesta de veras capciosa que de aplicarse con carácter general invalidaría la crítica a toda ley o medida del Gobierno. Por lo demás, sabemos ya de antemano que pase lo que pase, él habrá acertado. "Es necesario", sentenció sin más en una entrevista televisada para avalar la reforma. Sobre la misma, el órgano del izquierdismo gubernamental ha ofrecido una versión que la convierte en un instrumento favorable para los trabajadores para reforzar "la cohesión social".
La cuestión de fondo es saber si esta reforma inequívocamente restrictiva puede ser calificada de racional, cuando se trata de una medida sustancial, pero aislada, dentro del goteo de disposiciones que el Gobierno viene adoptando después del mazazo de mayo pasado. En nuestro caso, la racionalidad de la acción gubernamental corresponde al terreno de la psicología, no de la política económica. A diferencia de otros gobernantes europeos, Zapatero decidió escapar del riesgo que hubiera supuesto diseñar un conjunto articulado de restricciones que provocase una oposición generalizada. Gota a gota, la pócima entra mejor, mientras el médico sigue anunciando al paciente su próxima mejoría. Claro que para ello hay que proceder a costa de los más débiles, como esos funcionarios sin duda pagados en exceso que deben transferir su excedente a los parados. Como los pensionistas que admitirán el recorte de hecho -perdón, "el incremento de la contributividad" (sic)- por lo que pueda venir. Y así la presión sobre unos se convierte en premisa de la presión sobre otros, mientras a nuestro socialista "de principios" ni por asomo se le ocurre actuar sobre las rentas de los poderosos, los beneficios de la Banca a costa de la crisis o la evasión fiscal. Son las ventajas de autoproclamarse único fanal de luz sobre la situación del país y, consecuentemente, proceder con una total buena conciencia a una sucesión de reformas, palabra fetiche de ZP, de las cuales emergerá España dejando atrás una crisis en cuya gestación y agravamiento no tuvo al parecer arte ni parte.
Para entender otra racionalidad, la alternativa de los sindicatos abocados a la huelga general, conviene releer los párrafos alusivos al tema en el discurso de Zapatero sobre el estado de la nación, pronunciado en julio. Difícilmente cabe otorgar un nuevo cheque en blanco a quien se muestra aún hoy orgulloso de la política que determinó la subida en flecha del déficit o a quien sigue presentando la crisis "de la construcción residencial" como simple efecto de la depresión. Y que ahora habla de "empresarios", nunca de "trabajadores", para abordar unas reformas que conciernen a los "ciudadanos" (referencia al interés general) y que lo contempla todo desde el ángulo de la "viabilidad de las empresas". La cláusula que autoriza el despido cuando la empresa no se encuentra en situación de pérdidas, sino simplemente las prevé para el futuro, es representativa de la asimetría que rige la nueva política.
No estamos ante un escenario de recortes concertados, como fueran los Pactos de La Moncloa, sino frente a una vieja política orientada a apostar por el poder económico. Los sindicatos no tienen otra opción que reaccionar, so pena de quedar sumidos en una absoluta impotencia.
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