Toros
Los toros y los genocidios han inspirado bellas obras de arte, pero eso no les confiere dignidad moral
Este verano estuvo animado por un enconado debate sobre las corridas de toros, que tuvo su detonante en la prohibición aprobada en el Parlamento catalán. Prendida la mecha, la discusión se propagó por todos los rincones del Estado español merced a un combustible de infalible eficacia, esto es, la convicción de que dicha prohibición significaba el rechazo a un símbolo de la identidad española.
La polémica tuvo especial eco en Galicia, debido a que destacados políticos de los dos partidos mayoritarios vinieron a nuestra tierra de vacaciones y aprovecharon para hacer electoralismo y proclamar, con su presencia en las plazas de toros de A Coruña y Pontevedra, su apoyo a la llamada "fiesta nacional", respaldados, claro es, por los responsables políticos de nuestra Comunidad. Por su parte, el BNG aportó también su contribución identitaria, expresando su "rotundo rechazo" a las corridas de toros dado que Galicia es "la nación más antitaurina del Estado español".
Ahora bien, si dejamos al margen el aspecto identitario-electoralista, que nada aporta aquí a un debate en términos de racionalidad, y nos ocupamos de los argumentos esgrimidos en defensa de las corridas de toros, uno no puede dejar de asombrarse ante las razones expuestas por los mencionados políticos, avaladas por intelectuales de diversa condición.
No creo que valga la pena comentar argumentos que, en el mejor de los casos, cabría calificar de pintorescos y extravagantes, como son la tradición o la preservación de la "especie" (sic) de los toros de lidia, así como la original aportación del presidente de la Xunta, consistente en elogiar "el mérito del torero que pone en peligro su vida" frente al "hombre que coge una escopeta y mata un animal". Y conste que yo también tengo escasa simpatía hacia el cazador y menos aún hacia el paradigma de los cazadores, o sea, Álvarez-Cascos, curiosamente uno de los mentores de Núñez Feijóo.
Una de las razones más frecuentemente citadas (también por nuestro presidente) es que las corridas de toros son una manifestación artística, no sólo en sí mismas consideradas, sino también como fuente de inspiración en diferentes ámbitos de la cultura. Sin embargo, empezando por lo segundo, causa sonrojo tener que recordar que el mero hecho de que existan obras de arte basadas en las corridas de toros no les confiere a éstas, per se, dignidad moral ni artística alguna, del mismo modo que las magníficas obras inspiradas en genocidios tampoco les otorgan a éstos valor alguno. Cuestión diferente es que algunas personas perciban que existe arte en la celebración de una corrida de toros, puesto que aquí sí que podríamos identificar un valor, en la medida en que aquella satisface necesidades del ser humano. No obstante, queda pendiente de respuesta el interrogante principal en términos morales: si esa satisfacción debe prevalecer sobre el sufrimiento del animal.
Y es que este interrogante es el que cabe formular también ante el otro argumento habitualmente expuesto a favor de la fiesta nacional, o sea, el de la libertad (argumento invocado tanto por Rajoy y Feijóo como por Blanco, Paco Vázquez y Losada). En efecto, argüir que la prohibición de las corridas coarta de modo inadmisible la libertad de las personas supone dar por demostrado aquello que precisamente habría que demostrar, esto es, que el derecho del hombre a disfrutar con el espectáculo debe prevalecer a toda costa.
Al igual que sucede siempre que el legislador establece una de las muchas prohibiciones que restringen nuestra libertad, la cuestión se circunscribe a efectuar una ponderación de los intereses en conflicto. Nadie duda de la licitud de sacrificar animales para alimentarnos o para la investigación médica (intereses preponderantes), aunque incluso en estos casos existen limitaciones al modo de realizar el sacrificio. Ahora bien, muchos (una amplia mayoría, según estudios de opinión) piensan que el espectáculo de las corridas de toros no justifica la crueldad que lleva aparejada (e incluso que supone una degradación moral del hombre), opinión que se inscribe en un contexto más amplio de las obligaciones que tenemos las personas frente a los animales no humanos (singularmente, los grandes mamíferos), plasmadas en las leyes de países de nuestro entorno cultural, y que en España han llevado incluso a castigar como delito con pena de prisión el maltrato de animales domésticos.
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