Foto con móvil
Si existe algo más español que los toros es la minifalda. Manolo Escobar, maniquí de la nación como la Esteban es princesa del pueblo, lo anunció tocando las palmas en su película más esotérica, Me debes un muerto (José Luis Sáenz de Heredia, 1971), donde Concha Velasco hacía de ocultista albanesa. Las canciones de la peli (La minifalda, que fue disco de oro; Arremángate; Que si patatín, que si patatán; Pampanito verde...) las grababa entonces la casa Belter y ahora se pueden oír, Internet mediante, en el Spotify. ¿Cómo no va a ser este, con tanto tipo de escuchas, un país donde se corten orejas? Pero aunque parezca mentira, se extiende todavía un vasto territorio a la derecha de esta frontera. En sus simas más profundas habitan, por ejemplo, los escritos íntimos de Léon Bloy, el ardiente católico francés, con sus ojos enormes, cargados de razón, y su bigote de algodón amargo. "29 de septiembre. San Miguel. Muerte de Zola. La noticia de este feliz acontecimiento me llega, antes que cualquier información de los periódicos, por una vecina que se encontraba en los alrededores de la pocilga". Así escribe en sus diarios, que editó en 2007 Acantilado. Con Léon Bloy se pasan ratos muy divertidos. Tiene Bloy, al igual que Cioran, ese pesimismo, ese venirse todo abajo, que pone de tan buen humor cuando se lee. Y también, mucho de lirismo nocturno escrito a la mesa de la cocina. "Copiosa cuenta del panadero. Todo esto anda lejos de la Vida Eterna". Cada anotación en el diario de Bloy serviría para un verso de Roger Wolfe, el poeta vivo más vivo de la generación a la que pertenezco. Hay muchas maneras de decir que se está vivo, por supuesto; pero sólo hay una manera de estarlo.
El caso es que este verano, a primeros de agosto, creyendo que me iba a librar de los encierros, la corrida y los churros con chocolate de las fiestas de san Cayetano, patrón de Gor, el pueblo granadino de donde es mi familia, metí el tocho de los diarios de Bloy en la bolsa y me fui a Francia en busca de mi madre, donde pasaba unos días con su hermana, que vive en Millas y que tiene la nacionalidad francesa igual que se tiene el pelo blanco. Millas es un pueblo agrícola del Rosellón, a medio camino de Prades y Perpiñán. Cuenta con cerca de 4.000 habitantes. En el siglo XIV levantó aquí el infante don Jaime su casa rural. Todavía queda una pared en pie, piedra con piedra, con la misma brutalidad, veracidad y desesperación que hay en la Cosa de los Cuatro Fantásticos. Tienen en un jardín umbrío un monumento a Jean Jaurès, el socialista asesinado en 1914 por promover el internacionalismo obrero frente a la inminencia de una guerra entre naciones. Delante de su estatua, hay en Millas otro monumento dedicado a los franceses muertos en la Guerra Mundial. Y más hacia adentro del pueblo se encuentra una plaza de toros con las paredes forradas de chapa, que está ahí todo el año. Esta localidad es miembro de la Union des villes taurines françaises, asociación creada en 1901, en Arles, con el propósito de defender las corridas de toros con sacrificio del animal. Sus fiestas mayores han coincidido en el calendario con las de Gor, y la única diferencia entre ambas es que las de Millas reciben el nombre de feria, y a los churros les ponen aroma de limón y tiran un poco a crêpes.
Durante los cuatro días que dura la feria, eso dice la prensa local, la población se multiplica por cuatro o cinco. La gente pasea como vestida de sanfermines, con pañuelo rojo y camisa blanca; llevan, además, sombrero de paja y calcetines de los clubes de rugby de la región. Beben cervezas y comen kebabs en el parque. Celebran paellas gigantes. Se abren las discotecas al aire libre, que se llaman bodegas. Hay tres: Arènes, Latine y Les Aficionados. Las charangas circulan tocando Valencia y otros pasodobles, y también la del carrito del helao, y para reafirmar que están de fiesta arrancan con una versión verbenera de Je ne veux pas travailler, de Édith Piaf, vuelta a poner de moda por Pink Martini. Cada vez que una banda acaba una pieza la gente grita ¡olé! en francés, que no suena igual que en castellano. Los vendedores ambulantes llevan ramilletes de globos de Bob Esponja, y hay una chica que hace barbe à papas (algodones de azúcar) de sabor a fresa, manzana o Coca-Cola. Un niño con una camiseta del Barça va con una botella de plástico metida en la boca, y luego se ve a una mujer vestida de faralaes con abanico y un clavel de papel blanco. Comen pipas unas gitanas gordas sentadas en un poyete de piedra delante de unos caballitos, y mi tía dice que no le gustan las mujeres que comen pipas porque parecen burras calientes mascando como cuando quieren burro.
En un periódico opinan que los gitanos del sur de Francia descienden de los que expulsaron de España los Reyes Católicos. Y L'Independant Catalan le dedica un artículo al periodista taurino André Viard, galardonado en Millas con el Prix Feria 2010, que además fue torero y recibió la alternativa de manos de Manzanares y de Espartaco, en 1985, en la plaza gascona de Dax. "Fête emblématique des traditions catalanes", así se presenta en el programa de mano la feria de Millas. Hay sardanas, desfiles de colles giganteras venidas de diferentes partes de Cataluña, trabucaires y castellers (anunciados como "pirámides vivientes"). El cantautor Jordi Barre participa en la misa en catalán. La iglesia se pone a retumbar al compás de los tambores, las grallas, las cornamusas, mientras giran entre sus bancos los gigantes.
En la calle se sueltan vaquillas, que han llegado en una camioneta polvorienta y feriante, con olor a chotuno. Llevan las astas envueltas en colchones, y las rodea un grupo de caballistas que toman Pepsi en lata. Los mozos, taurófilos de ojos azules que han venido oyendo rap comercial en el coche, meten las manos entre los caballos para tocarlas, y alguno se atreve a tirarles del rabo. A la noche, pasa el toro de fuego, que es de madera y va sobre ruedas, y lleva bengalas en los cuernos. Y al día siguiente, Patrick Oliver (silencio), Mathieu Guillon (oreja) y José Arévalo (oreja) torearán en las Arènes de Millas seis novillos de la ganadería Camino de Santiago, de Jean-Louis Darret. Bajo el rótulo de la rue des Républicains espagnols nos hacemos una foto juntos mi madre y yo. Pero ésa fue otra fiesta.
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