No estar al día
Los historiadores modernos de la cultura no se conforman con reseguir en sus estudios una vez más la secuencia habitual de obras canónicas. Quieren conocer las mentalidades que operan en ellas de modo muchas veces silencioso porque son verdades demasiado obvias para los lectores de su tiempo aunque ya no para nosotros. Investigar esas mentalidades implica trasladar la atención hacia cuestiones que la historiografía más tradicional dejaba al margen. Así, hoy nos interesar saber más sobre las bibliotecas particulares de nuestros próceres de las letras porque conocer lo que ellos leían sin duda ilumina nuestra comprensión de los textos que compusieron. Y es ahora cuando nos asombramos de descubrir que esos grandes nombres de la literatura, la filosofía o la ciencia -Montaigne, Erasmo, Bacon, Copérnico, Gracián, Vico- disponían de una biblioteca privada de sólo unos pocos cientos de volúmenes. De manera que los héroes de nuestro panteón literario moderno -¡qué decir de los escritores anteriores a Gutenberg!- lograron producir lo que nosotros tanto reverenciamos leyendo y meditando demoradamente apenas un puñado de títulos de su tradición cultural y lo que, con retraso y muchas dificultades, les llegaba a las manos de sus contemporáneos.
Está en su mano pasearse por las mesas de novedades y decirse: "¡Qué grande es el número de libros que no necesito!"
Una conjunción de factores ha cambiado el escenario de arriba abajo. La sociedad de masas, ya se sabe, ha generalizado la idea de genio y ha hecho de la expresividad subjetiva una prenda inherente al yo moderno y así hoy todo el mundo escribe y tiene algo interesante que contar. La empresa editorial, que por esta razón cuenta con un reservorio casi infinito de originales disponibles, multiplica su oferta cada año (sólo en España, en 2009 se publicaron en torno a 90.000 novedades). La tecnología al servicio del capitalismo mágico ha puesto todas estas novedades -oro, incienso y mirra- a los pies del usuario de Internet: con sólo conectarse y accionar el ratón, se informa de ellas o en algunos casos se las descarga. Pero el capitalismo no sólo proporciona bienes al mercado sino que con taimada intención también sabe suscitar el deseo de comprarlos. Y así el yo moderno, que creó el mercado, es esclavizado ahora por su propia criatura y el ciudadano, transmutado en consumidor, vive cada día anhelando novedades, con adicción incurable. En el terreno literario, el proceso culmina tardíamente con el advenimiento de la "economía de la cultura". La industria editorial se había mostrado bastante resistente a los usos generados por la unidimensionalidad del intercambio mercantil y durante mucho tiempo siguió primando la formación de un catálogo de prestigio, a la busca del autor de calidad y talento, suponiendo que ambos bienes, por ser tan escasos, acabarían atrayendo la atención del comprador. Pero cuando la ley de hierro del mercado ha empezado a colonizar el reino editorial, ha impuesto ahí también el imperio de "lo nuevo", porque el mercado privilegia lo que favorece el volumen de negocio y, como todas las empresas saben y practican, sólo lo nuevo es adictivo para el consumidor.
Y así tenemos al hombre de letras de hoy siempre en vilo, velando como las vírgenes prudentes por la llegada de la novedad editorial, penando por lo último, ansioso por estar al corriente del ingente volumen de mercancía literaria que trae cada temporada. Lo que convierte esta tarea en titánica es que la industria confecciona productos diseñados específicamente para el consumo masivo en el mercado de la cultura (best seller), pero también admite los títulos de calidad y prestigio siempre que se sometan al imperio de lo nuevo y puedan, en consecuencia, ser presentados como novedad (nueva edición, nueva traducción, etcétera). De modo que, buscando la perla escondida, nuestro hombre se las ve y se las desea para permanecer informado. Y en su afán de novedades, se desvive -se consume- por estar al día.
¡Basta! Comencemos por extirpar esa pasión mórbida por lo nuevo. Quizá en la investigación científica o tecnológica sobre la Naturaleza la innovación sea decisiva, porque aquí el conocimiento sigue un esquema de progreso, lo último hace prescindible en cierta medida lo anterior y, como dice la zarzuela, hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad; pero donde lo que está involucrado no es la Naturaleza sino el Hombre, con sus preocupaciones por la comprensión del mundo y su insegura posición en él, la categoría del progreso no es explicativa; en estos negocios, podemos alegremente liberarnos de la servidumbre de lo nuevo, porque lo esencial permanece inmutable, interrogante, enigmático. Todo hombre culto tiene hoy en su casa una biblioteca al menos diez veces mayor que la de Montaigne (y la entera Biblioteca de Alejandría digitalizada y disponible en Internet). Con esta idea en mente, está en su mano pasearse por las mesas de novedades y, suspendiendo la racionalidad del mercado, decirse: "¡Qué grande es el número de libros que no necesito!". Para tomar conciencia del extraño destino del hombre, más importante que "lo nuevo" es la renovada meditación sobre "lo mismo" y la frecuentación de los autores que, aupados por una opinión unánime, mejor han expresado lo invariante de la condición humana.
Pero, huyendo de toda beatería y yendo aún más lejos, por una vez me abstengo de recomendar la intachable y socorrida vuelta a nuestros clásicos. Llegada cierta edad, a uno le sucede sentir, como a Fausto al comienzo del poema goethiano, que ya ha leído todos los libros y que la lectura, incluso la de un texto desconocido, es siempre relectura porque, acumuladas ciertas experiencias vitales, ha leído el libro de la vida y nada de lo humano le resulta absolutamente novedoso. Entonces lo esencial es ese otro "progreso hacia uno mismo", tan diferente del científico, y escribir las líneas del propio destino más que perpetuar el tintineo de las palabras prestadas, por ilustres que éstas sean.
Y al diablo con las novedades. Y, por encima de todo, no estar al día.
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