Unidos por el Camino, separados por la Iglesia
Hay lugares que atraen al caminante por su tradición y cultura. Santiago de Compostela es uno de ellos. No es el único en el mundo pero si uno de los más relevantes para lo que se conoce como civilización cristiana occidental. Los motivos que impulsan a muchas personas a iniciar la travesía hasta el lugar donde se dice que reposan los restos del apóstol Santiago el Mayor son inabarcables.
No merece la pena volver a repetir lo sabido por todos los estudiosos de la historia de la religión cristiana. Los restos de Santiago el Mayor nunca llegaron a reposar en el sepulcro bajo del altar mayor de la Catedral de Compostela. El debate no tiene sentido. En su entorno se encuentra algo más fuerte y más real que unos huesos. Es el polo magnético de un símbolo que ha perdurado durante siglos por encima de las convulsiones de la historia. Lo que importa es la conciencia colectiva. A lo largo de los siglos multitud de personas se han dirigido hacia el punto de encuentro.
Es abusivo poner condiciones a los caminantes para darles el certificado
El que inició el recorrido en solitario se encuentra con otros compañeros de viaje. Algunos prefieren sus soliloquios. La compañía no siempre se busca, se produce de forma inevitable. El camino se vive paso a paso, compartiendo esfuerzo y aventura. La ilusión de llegar a la meta mitiga sus dolencias físicas y el cansancio acumulado. El camino es una senda de igualdad. No importa la condición económica o social del peregrino. El marginado, el profesional o el aventurero que se plantea el viaje como un desafío contra sí mismo, integran sus siluetas en el paisaje. Su indumentaria es parecida y sus hábitos semejantes.
Santiago, meta final, se ha convertido, como es lógico, en centro de atracción turística y en fuente de riqueza para muchos sectores de la ciudad y sus alrededores. El Cabildo catedralicio obtiene unos pingües beneficios, comerciando con los ritos y ceremonias, que ofrecen a los peregrinos de la fe. No es criticable que se obtengan ingresos para conservar el templo para el presente y el futuro.
No pretendo dar lecciones pero sí someter a su consideración la admisibilidad de ciertas prácticas integristas y excluyentes. A muchos caminantes les gustaría contar con un reflejo documental de su llegada. El Cabildo ha decidido y ordenado que no se extienda el sello que acredita la llegada a aquellos que no confiesen que han venido exclusivamente por motivos religiosos. Vano intento, nunca podrán penetrar en los recónditos repliegues de cada uno de los caminantes.
Los canónigos catedralicios deben conocer nuestra Constitución. Nadie está obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias. Por supuesto no propugno la inconstitucionalidad de la medida pero me permito recordarles que, aunque la Iglesia Católica no encarna la religión estatal, tiene una especial referencia en el texto constitucional. Ello exige neutralidad, pluralismo y tolerancia.
Mientras el Papa promueve el ecumenismo ante el avance del laicismo, los componentes del Cabildo catedralicio dificultan la diversidad y discriminan al agnóstico. Repudian al que no quiere confesar los motivos de su andadura. Los custodios del sepulcro deberían reconocer su esfuerzo por haber llegado a su destino y conseguido su meta después de un largo viaje lleno de experiencias. Ponerles condicionamientos o trabas para obtener un certificado es una muestra de su abusivo entendimiento de la exclusividad y una torpe forma de discriminación. ¿Se han preguntado lo que hubiera decidido el discípulo de Jesucristo? ¿Quién les ha atribuido el poder de segregar autoritariamente a los que han llegado atraídos únicamente por el impulso integrador de un esfuerzo compartido?
Les recomiendo la lectura de los versos de Cafavis en su maravilloso poema Viaje a Ítaca. Los adaptaré para la ocasión: "Santiago te brindó tan hermoso viaje; Sin él no habrías emprendido el camino; Pero no tiene ya nada que darte". Les pido un pequeño esfuerzo y les sugiero una fórmula: ¿por que no utilizan sellos de diferentes colores? Estoy seguro que la medida sería bien acogida, resaltaría el espíritu integrador de los guardianes del sepulcro y se mostraría respetuosa con los recovecos del alma.
José Antonio Martín Pallín es magistrado del Tribunal Supremo
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