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ESCENARIOS DE UNA CIUDAD FESTIVA: El recinto y la calle | Días de diversión

La revolución consentida

Que la Aste Nagusia es un invento con apenas 32 años de vida pocos lo podrán negar. Un invento, eso sí, que nació con estrella, que cuajó y que gustó desde la primera edición, pero sacado del fondo de una chistera, que en este caso podría ser el botxo y un conejo llamado Paseo del Arenal. Fue Txomin Barullo, la agrupación que ganó el concurso de ideas del que nació la Aste Nagusia en 1978, la que se empeñó en que las fiestas se desarrollasen en el Casco Viejo y en el paseo que discurre junto a la Ría entre el Ayuntamiento y el Teatro Arriaga.

"Hacía falta un lugar para crear la chispa, un sitio donde las cuadrillas se juntasen", explica Santiago Burutxaga, histórico de dicha comparsa. Para que la cosa funcionase resultaba imprescindible que el sentimiento de fiesta prendiese en la gente, sobre todo que se identificasen con ella, y que "las actividades no se desperdigasen por la ciudad". La combustión no falló. La fórmula del éxito fue ciudadanos más calles.

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Ahora, aunque la fisonomía del recinto festivo haya variado, se contraiga o se expanda, la receta se repite año tras año. Burutxaga insiste: "Lo importante es la gente, porque el programa da igual". Y ese sentimiento de toma, de conquista de la ciudad, aunque solo sea por nueve días, debe ayudar.

Pocas ciudades de España -quizá el ejemplo más próximo sean los sanfermines de Pamplona- se paralizan como lo hace Bilbao por unas fiestas. Por 24 horas de diversión casi ininterrumpidas durante nueve días donde los clichés geográficos desaparecen, y la frialdad, la reserva y la distancia que se supone caracterizan al del Norte se desvanecen.

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Si en 1978 la necesidad de calle venía acuciada por muchos y diversos factores, y aunque ahora la única excusa sea la de la fiesta, el escenario no puede dejar de ser otro que el Arenal, el parque Etxebarria o Botica Vieja, porque si no, no sería Aste Nagusia. "El momento político era irrepetible, estábamos en plena Transición y teníamos unos enormes deseos de salir a la calle, de reinventar", resalta Burutxaga.

Algo tan tonto y común como una acera, o tan próximo y accesible para un bilbaíno como es el Paseo del Arenal se convirtió en un lugar sinónimo de fiesta, y lo más importante fue que por primera vez en Bilbao la diversión era para todos. La Semana Grande no sólo se limitaba a las corridas de toros, al teatro, las tertulias o las copas en los hoteles donde no todos podían acceder.

Cada cual podía encontrar su espacio en la calle, y con la evolución de las fiestas no hay quien no pueda disfrutar en cualquier rincón de la ciudad. El Ensanche, en un principio ajeno a la algarabía, acoge ahora txosnas, y los bares y restaurantes sacan sus barras en la calle para atender a la clientela. Casi todos lucen el uniforme, banderines rojos y blancos a la puerta del establecimiento, que indican que, aunque no se hallen en el epicentro de la Aste Nagusia, ahí también hay sitio, y mucho, fiesta.

El día también es protagonista. Es cuando los niños cuentan con espacio propio en el Txikigune; con una cita ineludible, el circo, que solo se abandona, y no siempre, cuando se entra en la adolescencia. Sus amas y sus aitas, que ya han crecido con un modelo popular festivo, se siguen dejando ver por las txosnas de noche. Y los aitites bailan bilbainadas en la Pérgola o se mezclan, al ritmo que la Banda Municipal impone desde el quiosco del Arenal, con las comparsas que participan en los cursos gastronómicos a mediodía.

Vestigios de las fiestas anteriores a 1978 siguen presentes. En Vista Alegre hay corridas todas las tardes, las verbenillas siguen animando a más de uno y los fuegos artificiales rompen el cielo de la ciudad cada noche. Único momento en el que Bilbao, callada y a oscuras, parece detenerse en su Aste Nagusia.

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