Alceste contra la bestia
La Bête, de David Hirson, una insólita comedia en verso, triunfa en el West End con dos sensacionales interpretaciones de David Hyde-Pierce (Frasier) y Mark Rylance, un joven monstruo sagrado del teatro inglés
La Bête es una rareza absoluta: una comedia americana al estilo de Molière, ambientada en la Francia de 1654, y completamente en verso: pentámetros yámbicos rimados. Es casi tan rara como su autor, el neoyorquino David Hirson, formado en Yale y Oxford, y que tan sólo ha escrito otra obra desde entonces: Wrong Mountain (2000).
Aunque a primera vista se diría que La Bête es la pieza que hubiera montado Frasier en el college, lo cierto es que se ha convertido en el hottest ticket (y tan hottest: a 75 libras la entrada de platea) del verano londinense: machacada por la crítica y adorada por el público, llena noche a noche el Comedy. Justo lo contrario de lo que sucedió en 1991 tras su estreno: pese a recibir un puñado de premios y cinco nominaciones a los Tony, La Bête tan sólo duró tres semanas en el Eugene O'Neill. Al año siguiente, el mismo montaje viajó a Londres (con un estupendo Alan Cumming en el rol titular) y se llevó el Olivier a la mejor comedia del año, aunque poca gente la vio: el Lyric de Hammersmith era, geográficamente, un teatro un tanto off. Los actuales productores (no los detallo porque son quince) han plantado La Bête en el West End con la proa puesta hacia el Music Box de Broadway, donde se presentará en septiembre, apoyados en un póker muy bien calibrado. 1) Matthew Warchus, un director "de comedia" con toque de Midas (desde Art hasta The Norman Conquests). 2) Hablando de Frasier, aquí tenemos a su hermano Niles Crane, el estelar David Hyde Pierce (con dos musicales de éxito a sus espaldas, Curtains y Spamalot), que, cosa curiosa, cede protagonismo a, 3) Mark Rylance, un auténtico monstruo de la escena inglesa (La Bête es su tercer éxito esta temporada, tras Endgame, de Beckett, y Jerusalem, de Jez Butterworth), sin olvidar que ya plantó una pica en Broadway: su Tony por Boeing Boeing, dirigida precisamente por Warchus. Y, 4) Joanna Lumley, otro icono británico por la vía televisiva: de la Purdey de The New Avengers a la Patsy de Absolutely Fabulous. Para encajar a Miss Lumley en el reparto, David Hirson ha convertido en princesa al príncipe Conti del original, ha añadido versos a su medida y ha suprimido el intermedio.
La función, que en manos de Warchus va como una moto, sigue siendo un verdadero festival de ingenio y talento
El último tercio se convierte en un caleidoscopio de razones contrapuestas y perfiles cambiantes
La función, que en manos de Warchus va como una moto, sigue siendo un verdadero festival de ingenio y talento versificador, y tiene mayor profundidad de lo que aparenta. En la suntuosa biblioteca de un palacio del Languedoc, entre torres de libros que crecen babélicamente hacia el cielo (precioso decorado de Mark Thompson), el dramaturgo y chef de troupe Elomire (Hyde Pierce, soberbio) y su lugarteniente Béjart (el no menos formidable actor canadiense Stephen Ouimette) reciben la fatal noticia de que han de incorporar a su compañía a un nuevo protegido de la princesa: un tal Valère, cruce de juglar, payaso y titiritero, al que la dama califica de "genio popular", pues considera que el teatro de Elomire se ha vuelto demasiado elitista y le conviene sangre nueva. Valère resulta ser un niño mal crecido, vulgar, ególatra, pomposo, logorreico, y con la sensibilidad de una lombriz. Todo en él es excesivo, desde su misma tarjeta de presentación: un monólogo de cuarenta minutos, verdadero morceau de bravoure del espectáculo, que Mark Rylance, entre Jim Carrey y el Brancaleone de Gassman, sirve con una brillantez arrolladora. Lástima que Warchus lo haya escorado hacia la caricatura ultragrosera, convirtiendo a Valère en un gañán con dientes postizos, que entra escupiendo comida, eructa, se tira pedos e incluso pasa a mayores en un lavabo semioculto por los libros, sin dejar de parlotear ni por un segundo. El público acoge los desafueros de Rylance con un maremoto de carcajadas, aunque hay una contradicción flagrante entre las maneras de Valère y la sofisticación de su lenguaje, así como en el hecho de que Joanna Lumley trate de imponer su real autoridad descalza y en camisón: bravo pero insuficiente esfuerzo.
Infinitamente más sutil es el juego de Hyde Pierce y Ouimette, que multiplican los registros faciales del horror y la agonía en una doble lección magistral de reacción sin palabras, o el dibujo de Dorine (Greta Lee), la criada que habla con monosílabos crípticos, como un personaje de Jardiel (o de Twin Peaks). En el segundo tercio, el desesperado Elomire insta a la bestia a que interprete una de sus pantomimas callejeras, The Two Boys of Cadiz, con el respaldo de su compañía para demostrar que no pegan ni con cola, pero, para su sorpresa, los cómicos recuperan el placer de improvisar y se divierten como nunca. La representación, esquemática y disparatada, tiene lo que prometió la princesa: un vigor desinhibido y comunicativo. El último tercio se convierte en un caleidoscopio de razones contrapuestas y perfiles cambiantes. Elomire defiende un arte elevado y exigente, pero es dogmático, arrogante y turbio: labra su propia desgracia al negarse a aceptar a Valère sin tener en cuenta el futuro de sus compañeros y corre a sumarse a las razones de la princesa cuando ésta cree detectar en The Two Boys from Cadiz una larvada metáfora subversiva. Valère, que acababa de conmovernos en su anhelo de encontrar una familia, saborea su victoria con una inquietante delectación perversa. La princesa es tiránica (y demencial su intento de juntar a artistas tan dispares) pero también sincera: ama el teatro y parece creer realmente que la mezcla será buena para todos. Por lo que respecta a la compañía, en su decisión final coexisten el terror a perder sus privilegios y la voluntad de volver a conectar con el público como cuando recorrían los caminos. Tras haber conocido el lado oscuro de Elomire, su dignidad en la caída y su decisión de encarar el exilio con la certidumbre de haber hecho lo correcto le transforman en un héroe romántico, tan intransigente como insobornable, más cerca del misantrópico Alceste que de su creador (Elomire/Molière).
Quizás Matthew Warchus haya querido lograr lo mismo que pretendía la princesa: mezclar extrema vulgaridad con extremo refinamiento.
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