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Columna
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Dosis de instalación

Hace un año por estas fechas, medio mundo andaba protegiéndose la cara con una mascarilla o haciendo acopio de ellas, y en cualquier caso inquietándose ante la llegada de lo que se presentaba como la primera pandemia del siglo XXI. A la supuesta plaga primero se la llamó gripe porcina, y después gripe A o del virus H1N1. Su denominación pasó así de lo concreto a lo abstracto, del acceso libre al restringido, o, si se prefiere, de estar al alcance del entendimiento de cualquiera (el que más y el que menos sabe lo que es un cerdo), a entrar en una zona de comprensión reservada al conocimiento científico y/o experto.

Este desplazamiento del nombre de lo común a lo privativo debería habernos alertado desde el principio; deberíamos haberlo visto como un signo inequívoco de que todo el asunto se encaminaba hacia un terreno codificado, encriptado; viajaba, como quien dice, hacia la oscuridad. Pero no hubo alerta o si la hubo, no se atendió. Lo que en cambio los Gobiernos siguieron a pies juntillas y al unísono fue el consejo de los expertos de la OMS, y compraron dosis ingentes de antivirales y vacunas, la inmensa mayoría de las cuales no se han usado, porque no ha hecho falta, ni se van a usar, ya que la misma organización que declaró en junio de 2009 el inicio de la pandemia acaba de decretar hace unos días su fin.

La gripe A no pasará pues a la historia como la primera pandemia del siglo XXI, pero creo que su gestión por parte de la OMS ha hecho méritos suficientes para integrarse en la historia literaria contemporánea, en el apartado, por ejemplo, de la ciencia ficción o de la novela gótica y/o de vampiros. Puede calificarse de auténtica sangría el gasto que el "episodio" ha supuesto para las arcas públicas, en plena crisis además, cuando el ahorro farmacéutico es una realidad exprimidora y el copago un horizonte cercano. Y, sin duda, en el de la novela negra. Recientemente se ha sabido que algunos de los científicos que declararon la pandemia y aconsejaron las compras multimillonarias de antivirales y vacunas habían, en el pasado, mantenido vínculos con y recibido remuneraciones de las industrias farmacéuticas productoras de esos mismos productos, "detalle" que la OMS no había tenido a bien hacer público.

No sé lo que las autoridades sanitarias europeas piensan hacer con ese "material" ahora sin objetivo, pero el destruirlo sin más acentuaría, sin duda, la sensación de fiasco y/o de fraude que el tema ha provocado. Me permito proponer que a esos millones de frasquitos de vacuna se les dé un nuevo sentido, que se incorporen al patrimonio cultural, que se encargue a artistas de los distintos países que compongan, con ellos, obras e instalaciones a situar después en plazas y museos. Cosa de mantener las dosis de vacuna al alcance de la mirada crítica, como una auténtica alerta sanitaria (me refiero a la salud ciudadana), como un verdadero antídoto contra el olvido y la repetición.

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