Toros y libertad
En su artículo Nuestro sí a la fiesta, publicado en EL PAÍS el 10 de agosto, Miguel Cid, Pío García Escudero y Carmen Calvo nos recuerdan que "la decisión del Parlamento catalán atenta a derechos fundamentales, entre ellos la libertad de ir a los toros de los aficionados catalanes". Dejando a un lado el dislate jurídico que supone equiparar las libertades con los derechos fundamentales, dejando a un lado la evidencia de que con proclamas semejantes se hace imposible distinguir un derecho fundamental de otro derecho que no lo sea, y por lo tanto el adjetivo "fundamental" se vuelve redundante, e innecesario
¿Han reparado los firmantes en el disparate que entraña ignorar que los derechos fundamentales son tales en virtud de su carácter universal? Quiere esto decir que, por ser fundamentales, hay razones para defenderlos en España, en Irán, en Cuba, en Uzbekistán y en Corea del Norte. Al margen de que encuentren correlato en el derecho positivo del ordenamiento jurídico de cada Estado. Por ser universales, no pueden más que remitirse a la noción de Derecho natural, que solo responde ante el tribunal de la razón. Dicho sea a sabiendas de la ficción que ello entraña.
Indudablemente, cuando la Revolución Francesa proclamó los Derechos del Hombre y del Ciudadano, o cuando la Asamblea General de Naciones Unidas promulgó su Declaración Universal de los Derechos Humanos, se olvidaron, inexplicablemente, de las corridas de toros.
Bien está que los aficionados defiendan su fiesta, pero la discusión entre unos y otros es inútil porque se apela a creencias que son incompatibles.
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