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Tribuna:LA CUARTA PÁGINA
Tribuna
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La reconciliación como ideología

En la difícil relación que algunos Estados tienen con su turbulento pasado, la figura de la víctima permite crear espacios neutros y 'museos ecuménicos' donde se borran los conflictos y triunfa la memoria administrativa

En un libro clásico de Alexander y Margarete Mitscherlich, Fundamentos del comportamiento colectivo: La imposibilidad de sentir duelo -fechada en 1967 la edición original y traducida por primera vez al castellano en 1973-, ambos psicoanalistas ofrecían el primer diagnóstico sobre la conducta de la sociedad alemana desde el fin de la II Guerra Mundial hasta mediados de los años sesenta en relación con su pasado contemporáneo. Sostenían que aquella sociedad había buscado en el esfuerzo sobrehumano de la recuperación industrial y económica de posguerra el rechazo de asumir, en su subconsciente colectivo, los crímenes del nazismo.

Los autores se preguntaban por qué no se habían examinado los comportamientos de sus conciudadanos alemanes durante la República de Weimar y el Tercer Reich "de un modo suficiente y crítico. Desde luego, al decir esto no nos referimos a los conocimientos de ciertos especialistas, sino a la deficiente difusión de esos conocimientos en la conciencia política de nuestra vida pública". Y añadían: "Utilizamos la transición y el Estado democrático para producir bienestar, pero apenas para producir conocimiento". No se referían a la erudición profesional -insisten mucho en este aspecto-, sino al conocimiento de los orígenes y del proceso de crecimiento ético -la conciencia- de una ciudadanía. Situaban la ética política no solo en la historia, sino en la responsabilidad de la ciudadanía y, por tanto, del Estado de derecho.

El 'sujeto-víctima' deviene una institución moral y jurídica que actúa como tótem nacional
En Valls, un ángel del monumento a la victoria de 1939 convive con versos de Salvador Espriu

Años más tarde -en 1990-, Alejandro González Poblete, secretario ejecutivo de la Vicaría de la Solidaridad de Chile, en una carta dirigida a la Comisión Rettig proponía de qué manera debía entender el Estado una política pública de reparación: "Entendemos la reparación como un proceso individual y colectivo de crecimiento y de apropiación de una mejor calidad de vida, que implica la dignificación moral y social de la persona y del grupo familiar dañado por la represión. Sin perjuicio de la principal obligación del Estado de asumir la reparación de las víctimas, corresponde a la sociedad toda reconocer la necesidad de esa reparación y contribuir a ella,

que no se crea que medidas indemnizatorias del Estado son suficientes para cumplir con el objeto reparatorio". Al igual que los Mitscherlich, cuando hablaban textualmente de la "conciencia política de nuestra vida pública", González Poblete vinculaba también calidad de vida y bienestar con la socialización de un reconocimiento público de los desastres de la dictadura.

Pero actuar de esta manera requiere una decisión política del Estado de derecho: requiere acordar cuál es su origen ético y proceder en consecuencia. Una decisión que siempre ha instalado una querella en los procesos de transición y en la democracia posterior.

En España, ni el conocimiento y responsabilidades de la devastación humana y ética que había provocado el franquismo, ni la restitución social y moral de la resistencia, ni el deseo de información y debate que sobre aquel pasado inmediato iba expresando la ciudadanía más participativa, fueron nunca considerados por el Estado parte constitutiva del bienestar social de muchos ciudadanos. Ni tampoco como una pregunta que interrogaba sobre la base ético-institucional del Estado; es más, esas demandas siempre fueron juzgadas como un peligro de destrucción de la convivencia, por lo que debían ser apaciguadas para el bien de la ciudadanía. El Estado debía inhibirse para evitar cualquier conflicto, sin tener presente que así como no hay instituciones sin ciudadanos que las sustenten, tampoco hay ciudadanía sin conciencia ni conflicto.

Esa denegación del Estado y sus distintos administradores, ha conllevado un discurso cuyo núcleo es la equiparación y unificación de valores, y para ello ha recurrido a la institucionalización de un nuevo sujeto, la víctima. Más que una persona (una biografía, un proyecto), el sujeto-víctima constituye un lugar de encuentro con el que el Estado genera el espacio de consenso moral sustentado en el sufrimiento impuesto; por ese camino el sujeto-víctima deviene una institución moral y jurídica que actúa como tótem nacional. Un espacio que reúne a todos, desde el principio de que todos los muertos, torturados u ofendidos son iguales. Algo que resulta tan indiscutible empíricamente como inútil y desconcertante a efectos de comprensión histórica, al disipar la causa y el contexto que produjo el daño al ciudadano. Ese aprovechamiento del sujeto-víctima genera un espacio en el que se disuelven todas las fronteras éticas, estableciendo un vacío que el Estado ha colmado con una memoria administrativa derivada de la ideología de la reconciliación, que nada tiene que ver con la reconciliación como proyecto político.

Un proyecto político es algo que surge del conflicto histórico y de la necesidad de resolverlo del modo más satisfactorio para todos aunque no contente a todos, por lo que requiere discusión, negociación, acuerdo relativo y una decisión mayoritariamente compartida. El proyecto político de la reconciliación tiene, siempre, su expresión práctica y emblemática en el Parlamento y la Constitución. Ambas instituciones expresan los grados de reconciliación logrados durante la transición a la democracia y tras ella, pero en ningún caso esas instituciones sustituyen a la sociedad y las memorias que la sociedad contiene.

En cambio, una ideología -por ejemplo la de la reconciliación-, lejos de asentarse en la realidad pretende crear la realidad, o a lo sumo evitarla. Es un instrumento de asimilación, su vocación es devorar cualquier elemento antagónico y expandir las certezas absolutas en que se sostiene. La ideología no tiene capacidad de diálogo porque no nace para eso, y la memoria por ella creada, la memoria administrativa o buena memoria, tampoco, porque es una memoria deliberadamente única, sustitutiva.

Además, la ideología de la reconciliación y el consenso requiere espacios simbólicos de reproducción y difusión propia. Uno de los efectos de esa necesidad es que a menudo ha implementado la dramatización figurativa -sorprendentemente llamada también museificación- de espacios relativos a la memoria, en muchos casos vinculados a grandes negocios de la industria cultural o turística, a su vez relacionada con intereses locales. Ha creado ritos, simbologías y arquitecturas, escenarios y textos. Ha creado un nuevo tipo de museo en el que la colección no está constituida necesariamente por objetos, sino por ideas. Son museos ecuménicos.

Con esa expresión me refiero al escenario de múltiples formatos en el que es asumida y representada la igualdad de todas las confesiones (opciones, ideas, éticas, políticas...) con el resultado de constituir un espacio altamente autoritario, pues lejos de presentar la pluralidad de memorias, las diluye en el relato de un éxito colectivo -la reconciliación, que ha dejado de ser un proyecto político para convertirse en un mero discurso ideológico- y que es presentado como la única memoria posible, la buena memoria.

El museo ecuménico (un edificio, un espacio, una exposición, un texto en un panel, una placa de homenaje...) es un área de disolución de memorias y conflictos en la que a través del uso ahistórico de la víctima, la impunidad equitativa ofrece su propia expresión simbólica. Hay ejemplos estupendos en toda Europa -en Verdún, en Bonn, en Budapest-. Es lo que sucede con los espacios de la batalla del Ebro, un contundente ejemplo del ecumenismo simple a propósito de una guerra escenificada como técnica de enfrentamiento, no como prolongación de relaciones sociales y políticas. O lo que sucede con numerosos monumentos franquistas que, presentes aún en muchas ciudades, han sido mutados por las autoridades locales generando curiosos palimpsestos para la posteridad: por ejemplo -solo uno- en la ciudad de Valls (Tarragona), donde el Consistorio instaló en el monumento a la Victoria una placa con versos del poeta Salvador Espriu que invocan la comprensión y tolerancia, bajo un irreductible y amenazante ángel de los de 1939 alzando su espada de guardián de algo, y a su vez protegido, unos metros más arriba, por una enorme, siniestra e inevitable cruz de piedra. Disolución de memorias en espacios y formas diversas. Museos ecuménicos.

Ricard Vinyes es historiador.

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