UN MUNDO RARO
La razón por la que hicimos aquel extraño viaje no explica sino la mitad de lo que pasó. Aún le doy vueltas a la otra mitad.
Pero sí quisiera contar qué ocurrió, desde mi punto de vista, pues ya no puedo conocer el punto de vista de ella.
Ahora no viene al caso recordar cómo se llamaba; y la nombro en pasado porque he decidido creer que ya no existe, que se sumió en las nubes de un mundo raro. Y no, no quiero nombrarla.
Tomamos los billetes juntos, en una agencia que hay en Madrid, al lado del restaurante argentino de la calle de San Bernardo, cerca de una librería. Habíamos estado comprando guías de África del Sur y ella estaba a mi lado, casualmente. Me preguntó si yo también iba a África del Sur. "Lo que más quiero en el mundo".
Ella me miró con esa curiosidad de cristal que tienen algunas mujeres, y me rozó una mano mientras dejaba en la estantería el libro que estaba ojeando, uno de viajes de Rudyard Kipling.
No pasó demasiado tiempo desde ese roce hasta aquel otro momento que dura aún en mi memoria como la primera vez que besé a una chica, bajo el agua, en la playa de mi pueblo. Nos besamos en seguida, al salir de la librería; ella me dijo que le gustaba besar al salir de las librerías, y yo reí un rato, hasta que me besó otra vez y me llevó de la mano, en silencio, hasta su apartamento. Vivía encima del restaurante argentino; sobre su cama había una enorme fotografía de las cataratas de Iguazú, por el lado de Brasil, su tierra.
Cuando estaba viendo la fotografía de las cataratas me abrazó por detrás y fue despojándome de la ropa veraniega hasta que los dos quedamos desnudos; ella ya lo estaba. Si cuento ahora la primera vez que hicimos el amor es tan solo para decir que jamás nadie deslizó su lengua por tantos lugares, ni lo hizo con tanto ardor.
Siempre en silencio. Cada vez que hicimos el amor, y lo hicimos mucho, sobre todo en África del Sur, fue en silencio; ella seguía algunos rituales que luego explicaba que eran mágicos; utilizaba ungüentos que aplicaba sobre mi cuerpo. A veces se tapaba los ojos como para actuar sobre partes que nunca hubiera visto. En algún momento eso resultó imposible, porque durante aquellas semanas esta mujer a la que ahora añoro exploró exactamente todos los rincones de mi cuerpo, desde aquellos en los que yo sabía que albergaba las mayores expectativas de placer hasta esos sitios -como las uñas o los intersticios de los dedos de los pies- donde jamás consideré que hubiera la menor posibilidad de placer.
Ella era capaz, fue capaz de levantar de mí pasiones extraordinarias, desde aquella tarde en que abandonamos la librería con una guía ilustrada de África del Sur hasta la misteriosa noche del regreso en avión, a la terminal 1 del aeropuerto de Barajas. En el avión hizo algo extraordinario, pues me montó sin sigilo alguno en medio de dos pasajeros que, al contrario que nosotros, dormían el cansancio atroz que se padece después de los viajes a África del Sur. En esta ocasión, y solo en esta, ella habló durante el coito. Me dijo: "¿Gozas?", con esa voz entre brasileña y canaria que se le había quedado después de algunos años entre Tenerife y Madrid. Le dije que sí. Entonces se levantó, me dejó allí, confundido entre el frío de la cabina y el calor de la experiencia, y se fue al baño, o a algún otro lugar del avión. Me dormí en seguida, en aquellos incómodos asientos del medio donde hacía un minuto habíamos hecho el amor.
Desperté cuando el avión estaba a punto de aterrizar; la busqué por todas partes. Se había evaporado como un sueño. Nadie supo decirme dónde estaba. Y hoy, algún tiempo después, acabo de ir de nuevo a la librería, he pasado por enésima vez por el lugar donde hicimos el amor por vez primera, por la agencia donde compramos los billetes. Y jamás la he visto de nuevo, como si se hubiera confundido en el aire, como si jamás hubieran existido ni su sueño ni su tacto.
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