El muerto que habla
Primer amor (1945) es otro clavo en el ataúd de la teoría emperrada en que vida y obra avanzan siempre por carriles paralelos. Cuando Beckett imaginó a su protagonista (hosco, misógino, desentendido de los afanes humanos) era, según quienes le conocieron, un hombre "infinitamente amable y bondadoso", que sostenía alegres relaciones con tres damas a la vez y militaba en la Resistencia francesa, por cuyas acciones (a las que quitaba importancia, calificándolas de "cosas de boy scout") obtuvo la Cruz de Guerra. En el relato podrían rastrearse, quizás, las profundas cicatrices de un hombre anterior: el joven Beckett que se considera "muerto y sin sentimientos" tras su ruptura con Lucía Joyce, y que pasa dos años de tratamiento en la clínica Tavistock a raíz de la muerte de su padre. Primer amor, cuyo despojamiento formal y humor negrísimo anticipan la trilogía de Molloy, Malone muere y El innombrable, conoció una adaptación teatral hace casi veinticinco años a cargo de Sanchis Sinisterra, que la presentó en la Villarroel barcelonesa protagonizada por Luis Miguel Climent, y a la Villarroel ha vuelto la misma versión, cerrando el Grec, traducida al catalán por Anna Soler y protagonizada por un inmenso Pere Arquillué a las órdenes de Àlex Ollé y Miquel Górriz.
Humor sardónico, irlandés, bajo la impronta escatológica de Joyce. Este hombre temía y odiaba el amor
Este es el mejor trabajo de Pere Arquillué en mucho tiempo: divertidísimo, brutal y con una emoción que emerge por contraste
La idea central del montaje es tan sencilla como brillante. En una plataforma que evoca una mesa de disección, bajo un plafón de luz blanca, yace un hombre desnudo, inmóvil, con los ojos cerrados. De repente, el presunto muerto gira la cabeza hacia nosotros, nos mira, y rompe a hablar, contraviniendo una de sus reglas de oro: "No deberíamos dirigirle a nadie la palabra". Escritor, vagabundo, expulsado de la casa familiar, este hombre que ve "los rostros como si fueran objetos", que prefiere el olor de los muertos al de los vivos, va a contarnos la historia de un ser radicalmente incapacitado para cualquier afecto, cualquier forma de empatía -salvo hacia su padre muerto-. Nuestra tarea consistirá en tratar de encontrarle el alma, que, por lo que parece, debió perder a temprana edad. "Todo se mezcla en mi cabeza: cementerios, matrimonios, y las diversas clases de excrementos". Humor sardónico, irlandés, bajo la impronta escatológica de Joyce. Este hombre temía y odiaba el amor (que veía como un abandono de sí mismo, como un exilio) hasta que de pronto, en aquel pasado remotísimo, entre basurales y árboles podridos, intuye que "quizás fuera algo más que la suma de mis dolores" y se encuentra enamorado. ¿Las pruebas? Escribe con el dedo el nombre de Lulú, su amada, en un boñigo seco de vaca. Y piensa mucho en ella, "al menos media hora al día". El amor es verla de pronto como si la viera por primera vez: "Era bizca, pero de eso no me enteré hasta más adelante". Esa es su estrategia narrativa: si asoma un sentimiento, le rompe el cuello con una humorada glacial. Corta en seco cualquier atisbo de efusión: "Esta frase ya ha durado bastante". Otro día la toma por el brazo, "por curiosidad, para ver si me gustaba, pero no, no me gustó nada". Ahí pensé yo en Keaton. Como si estuviera viendo una película hablada de Keaton. Como si Keaton, de repente, rompiera a hablar y descubriéramos lo que pensaba del mundo y sus gentes: la Tierra vista desde la Luna. La misma extrañeza ante la vida, la misma dificultad para entenderse con las mujeres, todo enfriado, desentimentalizado por su mirada de mosca alienígena: una rara y diabólica forma de pureza. Luego, la mujer se convierte en la criada que "me vaciaba el orinal una vez al día y me hacía la cama una vez al mes". Hay otro gran momento Keaton. Ante el continuo desfile de visitantes, el hombre pregunta, sorprendido: "¿Vives de la prostitución?". "Vivimos de la prostitución", contesta ella. Para él eso está al mismo nivel que su bizquera súbita: algo en lo que no había reparado; una leve alteración del paisaje. Diferencia esencial: Buster era capaz de ir montaña arriba por su amada, y esta pobre sabandija sólo sabe esconderse y alejarse.
El plafón de luz blanca y cenital que se abrió como un bocadillo de fiambre o la cubierta de una resonancia magnética comienza a bajar ahora, lento pero inexorable, como una lápida. Al hombre, cadáver de permiso, le queda poco tiempo, el justo para que atisbemos la rendija de dolor y culpa tras tantas capas de sarcasmo, y por esa rendija entran los gritos de la madre y el recién nacido, los gritos que le persiguen mientras escapa calle abajo, que le perseguirán siempre, con el abejeo constante y justiciero de las Euménides.
Este es el mejor trabajo de Pere Arquillué en mucho tiempo: brutal, divertidísimo y con una emoción que, como en el texto, emerge por contraste. Conseguir que brille, pieza a pieza, la riente dentadura de la calavera (las caries negras y los colmillos afilados y las muelas de oro) es el primero de sus logros, porque es un material que puede caer fácilmente en el sombronismo. No puedes dejar de escucharle. Cada frase tiene su peso y su vuelo, y su inflexión inesperada, y su bomba de relojería en la forma magistral de dilatar su caída para mostrar el aguijón de la cola. No puedes dejar de mirarle porque en ese insólito perfil (donde el daemon de Keaton parece danzar con los de Pla y Tomeo) todo es detalle significativo: los cabellos planchados (aplastados, mejor) por manos grandes y obsesivas, capaces de repetir esa acción decenas de veces; las cejas circunflejas de Politburó; los ojos rapaces, desorbitándose a cámara lenta; los labios fruncidos, la tripa endurecida por un estreñimiento inmemorial. Gestos un tanto espasmódicos, casi de muñeco articulado, como si le costara volver a estar dentro de su cuerpo (o como si el muerto llevara calzoncillos de fibra de vidrio). Y un detalle que a Beckett le hubiera encantado: el leve pero persistente chirrido de su culo al moverse sobre la mesa de autopsia que antes fue banco y ahora es lápida; el ruido de un cuerpo al frotarse contra el mundo como un tenedor rascando un plato.
Primer amor. Manacor (24 y 25 septiembre). Girona (10 y 11 octubre, Sala la Planeta, y 16 de octubre en Teatre Municipal de Roses). Barcelona (9 de diciembre, Teatre Principal de Vilanova i la Geltrú
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