Cuernos
Las polémicas me producen urticaria y, sobre todo, mucha pereza. Pero como sé que va a ser imposible esquivar el tema, voy a enfrentarme al asunto como se deben enfrentar los asuntos más peliagudos: cogiendo al toro por los cuernos.
Todos ustedes sabrán que esta semana se han prohibido los toros en Cataluña. 68 votos a favor y 55 en contra, con la novedad de que, para la ocasión, los partidos han dado a los parlamentarios libertad de voto (una se pregunta si no debería ser así siempre). En fin, que a partir del 2012, no habrá más toros en Cataluña. Y se armó el belén.
No entraré en polémicas. Es más, intentaré no razonar argumentos. Son tiempos raros y hoy en día hasta los chicles de cinco están politizados. No me interesa. Por eso, me voy a limitar a describir objetivamente la reacción fisiológica que mi cuerpo experimentó cuando fui a los toros y que, según he podido saber, es muy habitual entre los no versados en la materia. Por favor, discúlpenme si equivoco conceptos técnicos.
Entré en la plaza. Iba con unas amigas. Ambiente festivo, charanga, cervecita y un hueco exageradamente pequeño para mi trasero. No era ninguna fan de los toros, pero me había dejado los prejuicios en casa. Tenía ganas de entender. Por fin, salió el toro. Seguro que nada de lo que pasó a partir de ahí fue diferente de lo que pasa habitualmente, pero para mí fue inolvidable. A los diez minutos, para mi desgracia, el toro cayó justo delante de nosotras, de rodillas en un charco de sangre. Respiraba con gran dificultad, pero la gente jaleaba. Empezaron sus problemas, y los míos. Hasta ahí, yo había soportado la corrida con relativa dignidad. Pero fue en ese momento, con el toro moribundo a unos metros, cuando me faltó autocontrol. Empecé a quedarme sin aire y se me llenó la cara de lágrimas. Me las sequé, me daba vergüenza, pero no dejaban de salir a chorro. Entonces, empezaron el hipo y los sudores. Decidí marcharme y dejar de dar la nota. Quince minutos me duró el deseo de entender. Nunca más voy a volver a una plaza. No lo he decidido yo, ha sido mi organismo, de forma unilateral.
Los aficionados a los toros me dicen que reaccioné así porque soy una ignorante, que si tuviera conocimientos del arte taurino, no me pasaría. Yo respondo que tampoco tengo ni idea de danza y, cuando fui a ver un espectáculo de la Compañía Nacional no tuve hipo, ni llanto, ni ahogos.
Mientras escuchaba estos días a algunos políticos defender los toros, pensaba yo que dentro de unos años escucharemos esas declaraciones con el estupor con el que ahora escuchamos viejas declaraciones de médicos defendiendo su derecho a fumar en las consultas. Que me huele a mí que sí.
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