Los asesinatos del Lobo Feroz
Unos albañiles hallaron los cuerpos de dos prostitutas en el sótano de un mesón
"Te doy cinco mil pesetas y te pago el taxi de vuelta". Fue lo único que necesitó aquel hombre para convencer a Araceli Fernández Regadera de que le acompañara hasta su bar. Araceli, una joven de veintipocos años, llevaba media vida prostituyéndose en la calle de la Cruz, a dos pasos de la Puerta del Sol madrileña. Aquella madrugada del 22 de diciembre de 1987, vísperas de Navidad, era fría y había pocos clientes. Ante el señuelo de las cinco mil pesetas, no dudó en echar a andar tras aquel hombre. Él era Santiago San José Pardo, de 31 años, bigotudo, ex legionario y con aspecto de ser un tipo hosco.
Santiago y Araceli se encaminaron a la calle de Luciente, una rúa estrecha próxima al mercado de la Cebada. Entraron en un portal. Él introdujo una llave en una puerta y accedieron al interior de un local con una barra de bar y unas cuantas mesas y sillas. En el exterior, sobre la puerta de entrada de dos hojas, había un rótulo con letras góticas: Mesón del Lobo Feroz. Santiago había alquilado el inmueble -que originariamente había sido un club de alterne y descorche- a un subcomisario de policía amigo de su madre.
Para caldear el encuentro, la pareja se echó al coleto un par de pelotazos de ron con limón. Después, Araceli fue hacia la zona del comedor y se quitó los pantalones, dispuesta a satisfacer el deseo sexual del cliente. ¿A qué andar con remilgos si ella sabía a lo que había ido a aquel lugar?
-Aguarda un momento, que voy a coger una cosa.
Araceli se sentó mientras Santiago iba hacia la barra del bar en busca de esa cosa. En un abrir y cerrar de ojos, el tipo bigotudo de cara ancha y mirada desafiante volvió sobre sus pasos empuñando un cuchillo jamonero. Araceli, asustada, se levantó como un resorte y logró agarrar el filo del arma evitando que le atravesara el pecho.
-¡Puta! ¡No grites porque no te va oír nadie!, gruñó el enfurecido sujeto, que siguió lanzando cuchilladas a la prostituta.
Sacando fuerzas de flaqueza, medio aturdida por la hemorragia de sus manos y de su cara, la mujer dio un empujón que hizo caer al agresor, momento en que ella echó a correr sin resuello hacia la puerta. El atacante volvió a lanzarse contra Araceli, que logró desarmarle a costa de llevarse otra cuchillada que le rajó la palma de la mano. Pese a eso, el ex legionario le apretó el cuello tratando de estrangularla.
El griterío y la fiereza de la pelea alertaron a una vecina del local, que telefoneó a la policía. Los agentes llegaron justo en el momento en que Araceli estaba acorralada. Justo en el instante en que el furibundo mesonero le proponía un trato: "Devuélveme las cinco mil pesetas y te marchas... Y no digas nada a nadie".
El ulular de sirenas quebró el silencio de la noche. Los bomberos tuvieron que derribar la puerta porque Santiago se negaba a abrir. Cuando al fin los policías le tuvieron cara a cara, le colocaron los grilletes y se lo llevaron preso a la comisaría.
El juez que se ocupó del caso ordenó su ingreso en prisión, pero el agresor no permaneció allí demasiado tiempo. Al salir libre, ya no volvió al mesón, sino que trabajó de agente judicial interino en Mejorada del Campo (Madrid), después de portero de una finca y más tarde de delineante.
Trece meses después de la agónica agresión sufrida por Araceli, unos albañiles que reformaban el mesón del Lobo Feroz hicieron un macabro descubrimiento: los cadáveres de dos mujeres, momificados y emparedados en el sótano. Si Araceli no hubiera presentado la feroz resistencia que presentó, es muy probable que sus huesos habrían acabado sepultados junto a los de esas otras dos infelices.
Los restos estaban en tan mal estado que el juez determinó que fuesen enviados a una eminencia de la antropología forense: el doctor José Manuel Reverte Coma. Este, un apasionado del estudio de los huesos, concluyó que ambas chicas habían sido asesinadas cuando estaban desnudas solo de cintura para abajo y que las dos habían muerto atravesadas por el filo de un jamonero de 25 centímetros. Y, además, trazó un perfil psicológico del asesino: tenía que ser un hombre con complejo de Edipo, con odio hacia su madre, alcohólico, sádico, impotente sexual y con algún tipo de adiestramiento militar (a tenor de cómo manejaba el cuchillo).
Una de las dos emparedadas resultó ser Mari Luz Varela Alonso, una prostituta de 22 años, madre dos hijos, a la que el ex legionario había contratado el 22 de agosto de 1987 en la misma calle de la Cruz. Su madre, Angelines, había presentado una denuncia por desaparición seis días después. El cotejo de huellas dactilares permitió identificarla con seguridad y rapidez.
La segunda mujer emparedada era otra meretriz que también hacía la calle en la misma zona de Madrid. Unas prostitutas la conocían por Josefa. Otras por Teresa. A saber cuál era su nombre verdadero. Jamás ha sido identificada. Lo único que aclaró la policía es que la víctima fue asesinada el 12 de octubre de 1987 (dos meses después que Mari Luz y dos meses antes de que Araceli estuviera a punto de engrosar el sórdido cementerio creado por Santiago San José en el sótano del mesón).
En marzo de 1989, la Brigada de Policía Judicial de Madrid detuvo a Santiago San José como presunto autor del doble homicidio. Confesó los crímenes y admitió que había emparedado a las víctimas usando arpillera y yeso que había comprado en un almacén de la calle del Humilladero.
En enero de 1991, la Sección Sexta de la Audiencia de Madrid sentenció al homicida a 72 años de prisión por el doble asesinato y la salvaje agresión sufrida por Araceli Fernández. Los magistrados respaldaron la opinión que había expresado el fiscal antes de concluir el juicio: "Es verdad que es un psicópata y un bebedor, pero su psicopatía no disminuye su responsabilidad penal".
A la vista de la severa sentencia -dura lex, sed lex- el abogado del condenado, Manuel Boto Escamilla, presentó un recurso ante el Tribunal Supremo basándose en que su cliente había actuado de forma tan sanguinaria por tener las facultades mentales anuladas a causa del alcoholismo. Pero unos meses después, este decidió asumir su culpa y dejar las cosas como estaban.
En aquellas fechas, Santiago estaba preso en Herrera de la Mancha (Ciudad Real). Había decidido estudiar BUP y trabajar en la biblioteca del penal, lo que le iba a permitir reducir buena parte de su condena.
La efímera fama de Santiago se apagó con el fin del proceso judicial. Desde entonces, jamás volvió a saberse nada del asesino del Lobo Feroz. Ni siquiera mereció unas líneas en la prensa su puesta en libertad, en el año 2004, tras haber extinguido su pena, según fuentes penitenciarias. Los asesinatos del mesón del Lobo Feroz forman parte de la historia negra de Madrid, igual que los crímenes del señorito calavera José María Jarabo, que mató a dos hombres y dos mujeres en 1958 cerca del Retiro, o el crimen de la calle de Fuencarral acaecido en el año 1888.
El local que antes fue el mesón del Lobo Feroz lo ocupa hoy un taller de confección, vestuario, pasarela y alta costura, cuyas empleadas ignoran -o hacen como que ignoran- que allí fueron asesinadas y emparedas dos mujeres hace 22 años.
¿Y qué fue de Santiago San José? Es un hombre libre, que ha pagado su culpa con la sociedad y que nunca más ha vuelto a delinquir. Después de haber vivido hasta hace cinco años en una vieja casa que hoy es parte del Museo del Vidrio y el Cristal de Málaga, actualmente reside en una barriada obrera de esta ciudad.
Pocos saben en qué se ocupa hoy quien hace dos décadas acaparó muchas páginas de la prensa. Hace un par de años trabajó de vigilante de seguridad en un establecimiento de electrónica del centro comercial Larios, junto a la estación de ferrocarril malagueña. Dicen que hasta fue felicitado por sus jefes tras haber sorprendido a un ladrón en el comercio. Todo apunta, pues, a que está rehabilitado. El lobo se ha convertido en cordero.
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