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Reportaje:Agujeros negros del planeta / Bangladesh

Vidas sin presente

Más de 700.000 críos de menos de 14 años viven en las calles de Bangladesh, en peligro constante. Las niñas son las que corren más riesgo.

Echados sobre el suelo, como despojos humanos, duermen cientos de personas en los andenes de la estación de tren de Chittagong, la segunda mayor ciudad de Bangladesh. La mayoría son niños de menos de 14 años. Son los niños de la calle, que forman un ejército de más de 700.000 almas, cuya vida vale bien poco. Deambulan durante el día por cualquiera de las ciudades superpobladas del país bengalí, el de mayor densidad de población del mundo, buscando algo que llevarse a la boca, y descansan a la intemperie, en cualquier rincón, sin importarles los peligros que les rodean. Cada día es una nueva aventura para unas vidas sin pasado ni futuro: solo importa el presente.

Son las doce de la noche y todavía hace calor, más de 30 grados, pero hoy no va a llover. Se ven estrellas en el cielo, a pesar del humo de los camiones que aguardan, con el motor encendido, a menos de cien metros de la estación, en el mercado de frutas, listos para descargar sus mercancías. Hace ya una hora que la policía ha dejado de patrullar por los andenes de la vieja estación victoriana de Chittagong y los niños no han perdido el tiempo. Hay cientos de ellos repartidos por los dos kilómetros de andenes en penumbra. Si te descuidas, los puedes pisar.

Cada hora mueren catorce bebés en Bangladesh. El 41% de sus habitantes vive con menos de un dólar diario
En el mercado de frutas, niños de 12 a 15 años empujan carros cargados hasta los topes hasta el límite de sus fuerzas
En la ciudad de Faridpur hay dos burdeles con unas 900 prostitutas; más de la mitad no llegan a los 16 años
Miles de mujeres víctimas de la violencia de género terminan con la cara o el cuerpo abrasados por el ácido
Las ONG encargadas de los refugios para niñas necesitan 100.000 euros al año para mantener abiertos los centros

La gente se amontona en torno al fotógrafo. Tienen tiempo... es lo único que tienen. Los niños no se despiertan a pesar del ruido de los curiosos, el repiqueteo del clic de la máquina de fotos o las velas que hay que encender para tener más claridad. Están en un estado de semiinconsciencia, después de un día más de malvivir en la calle.

Una madre duerme con tres hijos, uno de ellos un bebé de pocos meses, al que abraza de forma protectora. Los otros dos chiquillos, de entre cinco y ocho años, no sueltan ni en sueños los sacos de tela blanca en los que llevan sus únicas pertenencias; botellas de plástico vacías, algún bidón de agua, chatarra y algo de arroz o fruta a medio pudrir que hayan recogido de la calle. La madre abre un ojo, alterada por el paso del grupo, comprueba que su camada está allí, y lo vuelve a cerrar atrayendo para sí a su bebé.

A pocos metros, dos niños de entre 10 y 12 o 13 años sueñan entrelazados. Uno boca arriba, con la pierna izquierda tocando al otro, que a su vez pone la mano sobre el cuerpo del primero. Es un contacto mutuo, que seguro les hace estar en compañía en medio de la noche. Respiran profundamente, despreocupados por el entorno hostil que les rodea. No se pueden permitir el miedo. Tienen que descansar para afrontar el día siguiente. En cuanto amanezca, tendrán que abandonar la estación y buscarse la vida en las calles.

Sobre un murete y bajo las escaleras, una niña que no debe de llegar a los 8 años duerme boca arriba, con las manos sobre el pecho, como una bella durmiente a quien ningún príncipe vendrá a besar. Da miedo verla allí sola, indefensa, en medio de las sombras de la noche de una estación. Probablemente haya llegado a Chittagong ese mismo día, en alguno de los trenes atestados de gente, huyendo de algo o de alguien, y se haya tumbado agotada sin saber el riesgo que corre. Miles de niñas son secuestradas cada año en Bangladesh y vendidas para la prostitución.

SACARLOS DE LA CALLE

Unicef, Ayuda en Acción, Save the Children y otras ONG trabajan desde hace años para intentar solucionar un problema creciente. Bangladesh es uno de los países más pobres del mundo, con el 41% de sus 140 millones de habitantes viviendo con menos de un dólar diario; y el 84% malvive con menos de dos dólares al día.

Niños y niñas son las principales víctimas. Casi la mitad de la población es menor de edad y las cifras de desgracias son escalofriantes. Un total de 120.000 bebés de menos de un mes mueren al año en el país (14 cada hora), la mitad de ellos en las primeras 24 horas de vida. La mortandad infantil es del 52 por mil, cifra que llega al 65 por mil en menores de cinco años. Oficialmente, hay 7,5 millones de niños de entre 5 y 15 años que trabajan, aunque la cifra real supera el doble, por la economía sumergida. Estos niños aportan entre el 20% y el 30% de la renta de sus familias.

Viendo estas cifras antes de viajar a Bangladesh, escandaliza el número de niños y niñas que tienen que trabajar desde muy pequeños para mantener a sus familias. Pero al callejear por Dhaka (la capital), Chittagong, Khulna, Sirajganj, Faridpur o cualquier otra ciudad bengalí se da uno cuenta de que los que trabajan y viven en casa son unos privilegiados, comparados con los más 700.000 niños de la calle. Una cifra que, según Unicef, llegará a 1,2 millones en 2014 y 1,6 millones en 2024.

Subuj tiene 12 años y lleva seis meses en la calle, aunque desde hace tres duerme en uno de los refugios abiertos por Unicef en Chittagong, la segunda ciudad de Bangladesh, con más de seis millones de habitantes. Es de un pueblo del noreste del país, a más de 200 kilómetros de donde ahora vive. Su padre murió cuando él era muy pequeño, y su madre y sus tres hermanas, mayores que él, trabajan como sirvientas en casas. Él llegó a la ciudad, acompañado de su madre, recién cumplidos los 12 años. Venía a buscar trabajo, pero se perdió en la calle, o fue abandonado, quién sabe.

"De repente, me encontré solo en la calle", explica el niño, que ha tenido que madurar de repente, "y no sabía qué hacer". Se juntó con otros niños de la calle y durmió durante algunas semanas en la estación. "Era muy peligroso. Primero tenías que evitar a los policías, que nos perseguían con palos. Una vez me dieron una buena paliza. Luego te tumbabas a dormir en el suelo con miedo a lo que pudiera pasar. Los primeros días lloraba mucho y dormía poco, pero luego me fui acostumbrando".

Chittagong es una ciudad llena de emigrantes de otros Estados. Está en el sureste y tiene el mayor puerto del país, además de mucha actividad comercial. Por eso viajan allí miles de personas cada año en busca de trabajo, y por eso Unicef tiene allí su mayor proyecto de protección de niños.

Una mañana, Subuj se enteró de que muchos de los niños que dormían con él en la estación de trenes iban por la mañana a una especie de escuela al aire libre en el aparcamiento de la estación, y se fue con ellos. Allí entró en contacto con los educadores sociales de la ONG local Aparajeyo, que colabora con Unicef, y a los pocos días estaba durmiendo en uno de los cinco refugios que tienen en la ciudad. "Aquí me siento seguro. Durante el día voy al mercado a trabajar descargando o empujando carros, y puedo ganar hasta ochenta takas (un euro). Pero ya no tengo que dormir en la calle".

"¿Qué quieres ser de mayor?".

La respuesta es rápida: "Quiero aprender cosas, y me gustaría ser electricista".

En el refugio duermen sesenta niños cada noche, y acuden a comer más del doble. Tienen duchas, tres comidas al día y, sobre todo, compañía y seguridad. Allí se refugian niños de entre 6 y 18 años, y aunque la convivencia no es fácil, es más llevadero que dormir a la intemperie.

Rifat tiene nueve años, viste solo unos pantalones y lleva la cabeza pelada al cero. "Tenía piojos", explica con descaro. Es de un pueblo del norte, a 400 kilómetros de Chittagong, y se fue de su casa hace tres años, con apenas seis, con un primo suyo de 10.

"¿Por qué te fuiste?".

"Mi madre se murió y mi padre se volvió a casar. Mi madrastra no nos quería ni a mí, ni a mis cuatro hermanos mayores". Así que se fue a Dhaka y vivió en la calle, con su primo, durante casi tres años. Cerca de 200.000 niños viven en las calles de Dhaka, la capital de Bangladesh, con una población superior a los 16 millones de habitantes.

"Dormíamos unas veces en la estación de tren y otras en los embarcaderos, junto al río, pero un día mi primo se fue y me dejó solo. No sabía qué hacer, me monté en un tren y llegué aquí. En esta estación se está mejor que en la de Dhaka, porque hay menos gente mala". Lleva dos meses en el refugio y dice que está muy contento. "Tengo amigos, juego, como y duermo sin lluvia". Durante el día, recoge botellas vacías de plástico y las vende en el mercado; saca entre veinte y cuarenta takas al día (entre veinticinco y cincuenta céntimos de euro).

Son las ocho de la tarde, la hora de la televisión. Rifat quiere irse a ver los dibujos animados, pero atiende a la última pregunta. "¿Qué quieres ser de mayor?".

Se queda callado, triste y confundido, como si nunca hubiera pensado en un futuro, que realmente no existe. Al final, después de pensarlo mucho dice mirando a Habib, el director del centro que hace de traductor, que le gustaría trabajar en una tienda de coches. Y se va corriendo a ver la televisión, con sus 60 compañeros de refugio. Niños que se han hecho mayores en la calle, pero que vuelven a su infancia frente a los dibujos animados que los hipnotizan a todos, sentados en el suelo, descalzos y disfrutando de unos momentos de felicidad.

En una esquina está Alauddim, 12 años, una camiseta sin mangas azul y un pendiente de plata en la oreja derecha. Tiene mirada de pillo y se ve que se gana bien la vida en la calle. Lleva tres meses durmiendo en el refugio, después de otros tres en la estación. Es huérfano, y vivía con un tío materno, pero al cumplir los 12 años le echaron de su casa, a unos de 100 kilómetros de Chittagong, y se vino con otro niño a las calles de esta ciudad, en donde recoge trozos de metal del suelo y los vende en una chatarrería.

"Ya tengo mucho dinero ahorrado", dice con una enorme sonrisa, "casi trescientos takas (menos de cuatro euros). Me gasto muy poco de lo que saco en la calle, y estoy ahorrando para poner una tienda de muchas cosas. Aquí me guardan el dinero, porque una vez me lo robaron en la calle unos niños más mayores". Cada niño tiene su propia cartilla en el refugio en la que van guardando sus ahorros.

El que no tiene nada ahorrado es Shahim, el más pequeño de los niños de la casa. No sabe decir cuántos años tiene; levanta los hombros y sonríe. No tiene más de seis. Vino a Chittagong hace dos o tres meses con su madre, dos hermanas y un hermano. Su madre abandonó a los dos niños en la calle, cuando encontró trabajo en una casa y colocó a sus hijas en otras. A Shahim lo encontró durmiendo en la calle un trabajador social y lo trajo al refugio hace unas semanas. Estuvo muy triste los primeros días, sin salir de la casa, pero luego aprendió a vivir fuera.

"¿Qué haces en la calle?".

"Nada. Me monto en un autobús que va a la universidad y allí estoy con los niños mayores, que me dan algo de su comida. También cojo cosas del suelo y las cambio por otras, o pido dinero para comprarme comida. Luego cojo el autobús otra vez y vengo a ver la tele y a cenar".

"¿Has vuelto a ver a tu madre?".

"No", dice reprimiendo las lágrimas, "pero la van a encontrar y luego me iré con ella. Un día vi a mi hermano y me dijo que íbamos a encontrarla. Pero él no quiso venir a dormir conmigo. No le he vuelto a ver". Estará entre los 70.000 niños que duermen en las calles de Chittagong.

El último en llegar al refugio, hace cinco días, es Rasel, 12 años y mirada triste. Viste solamente un pantalón corto de color rojo, y se le pueden contar las costillas. Se ve que ha pasado hambre. "Me fui de casa hace dos semanas", dice. "Mi madre se fue con otro hombre y mi padre se volvió a casar con otra mujer que tenía cinco hijos. No me querían, y mi madrastra me gritaba y me pegaba, así que me fui a la estación y cogí un tren a Chittagong, porque había oído que aquí hay muchos mercados donde trabajar".

Se toca una pequeña cicatriz reciente bajo el ojo izquierdo y dice que no recuerda cómo se la hizo. "Aquí estoy muy bien", explica con una sonrisa forzada, "mejor que en casa, porque nadie me pega. Todavía no tengo amigos, pero trabajo en el mercado empujando carros y ayer me dieron cuarenta takas (cincuenta céntimos de euro). Quiero trabajar en un restaurante".

Es la hora de la cena. La cocinera, Aída, apaga la televisión y se sienta en el suelo, a un lado de la larga habitación, sobre una estera en la que hay una gran olla con arroz blanco, otras dos fuentes con pollo y verduras y otra olla con caldo. Los 60 niños se sientan en el suelo haciendo un enorme corro y los más mayores acuden a recoger las escudillas con la comida que va sirviendo Aída. No empiezan a comer hasta que todos tienen su escudilla y entonces se apaga el murmullo y las risas y se hace el silencio mientras todos comen con las manos hasta dejar los platos vacíos.

Media hora después devuelven las escudillas vacías y se preparan para dormir. Extienden esterillas por el suelo y se tumban amontonados. Los mayores ocupan los mejores sitios y los pequeños buscan cobijo junto a ellos. Cuando se apaga la luz, poco a poco, la habitación va quedando en silencio.

EL MERCADO DE LOS NIÑOS

Por la mañana, el mercado de frutas que linda con la estación de trenes es un auténtico hormiguero. En Bangladesh las calles están siempre abarrotadas. Los carros de madera llenos de enormes cestas de mangos, piñas o verduras apenas pueden circular entre los puestos, en medio de un enorme atasco que hace que el trabajo sea más penoso todavía. Delante de cada uno, un hombre encorvado hace las veces de animal de carga, tirando del carro. Y detrás, uno o dos niños de entre 12 y 15 años empujan hasta llegar al límite de sus fuerzas. Hay cientos de ellos luchando por conseguir el trabajo.

Allí están Shaju, Rasel y Subuj, que saludan con una sonrisa, sin dejar de empujar -con lo que le costaría un enorme esfuerzo incluso a un adulto- los carros que avanzan penosamente entre los puestos. Son solo niños, pero tienen que trabajar como hombres.

Cruzar la calle principal de Chittagong, repleta de camiones, autobuses, coches, tuc tucs y ricshaws, es una auténtica aventura. Al otro lado está el mercado de Riazuddin, más grande que el de frutas y también abarrotado, lleno de puestos de ropa, libros, cacharros y chamarilería. En la zona más oscura se amontonan decenas de niños con sus sacos blancos llenos de plásticos, cartones o chatarra, en busca de comprador. Alaudim, más avispado que nadie, ha conseguido vaciar su saco lleno de chatarra y se lleva al bolsillo un billete manoseado de diez takas, antes de volver a la calle a buscar más tesoros. Le quedan diez horas para intentar conseguir setenta u ochenta más para aumentar sus ahorros y abrir, algún día, el puesto con el que sueña.

En el segundo piso de una especie de centro comercial repleto de puestos de comida sucios, que allí llaman restaurantes, está otro centro de la ONG Aparajeyo. Lo llaman drop in center, porque los niños de la calle se dejan caer por allí a la hora de comer, o a cualquier hora del día, para descansar, jugar o lavarse. Se abrió en 2001 y han pasado por allí más de mil niños.

Mientras esperan la comida, varias decenas de niños juegan en el suelo de cuatro en cuatro a caremboard, una mezcla de juego de mesa y billar americano. Tienen que meter las fichas, tirando con los dedos, como si fueran chapas, en cuatro agujeros en las cuatro esquinas del tablero. Shakil, 9 años, es el campeón. No falla casi nunca, y se ríe cada vez que lo consigue. Es como volver a la vida que le corresponde a un niño entre un día de jornada laboral de hombre y una noche de sueño a la intemperie.

LAS NIÑAS TIENEN DOBLE RIESGO

En la parte norte de la ciudad, Unicef tiene uno de sus tres centros para niñas. El 30% de los pequeños que viven en las calles de las ciudades de Bangladesh son niñas y tienen el riesgo añadido del secuestro para ser vendidas para la prostitución. En el refugio de Khaza Road hay 90 chiquillas, de las que 50 están internas y el resto vuelven a dormir a sus casas. Allí reciben educación, alimento y cariño. Han preparado una función, con cantos y bailes, para recibir a los visitantes.

La jornada transcurre con alegría, pero en una esquina de la sala llama la atención una niña muy menuda de ojos tristes, con el pelo corto y vestida con una camiseta larga, que no presta atención a la fiesta. Cuando todo ha pasado, la directora del centro, Nasima, cuenta la historia de Tanznia, que no se suelta de su mano en ningún momento. "Tiene ocho años y lleva 45 días aquí", dice. "Un vecino la encontró durmiendo en la calle y la trajo al refugio".

En todo este tiempo, no han conseguido saber su historia y la conversación con ella tampoco aporta mucho. Contesta con una vocecita triste a las preguntas, sin dejar de mirar a la directora, a la que ahora abraza cada vez más fuerte. Dice que quiere volver con sus padres, pero que no sabe dónde viven, y que tiene un hermano con el que estaba por la calle cuando se perdió.

El psicólogo del centro piensa que la niña sufrió un shock y que quiere olvidarlo todo, pero que cuando llegó la hicieron un reconocimiento y no encontraron signos de violencia. Algo debió de ver que la ha dejado así.

La formación es una parte importante del proyecto para sacar a los niños y las niñas de la calle. Se les enseña un oficio para que puedan trabajar cuanto antes. Cerca del centro de niñas, en un enorme almacén de carpintería, trabajan cinco chicos, de 15 y 16 años, que duermen en el refugio de Purba Naslrabad. Llevan ya dos meses y pronto podrán buscarse un cuarto donde vivir.

Sumon tiene 16 años y parece el más espabilado de ellos. Se emplea a fondo lijando una puerta de madera en el centro del almacén, donde trabajan 100 personas. Allí echa 12 horas al día, pero se siente un afortunado por haberlo conseguido después de un año de formación y, sobre todo, porque gana 3.000 takas al mes (casi 40 euros). Como otros muchos niños de la calle, se fue de casa cuando murió su madre y su padre dejó de prestarle atención. Tenía 13 años y vivió uno entero en la calle, hasta que encontró el refugio.

Muy cerca de la carpintería, en el primer piso de una casa muy pequeña, trabaja otra de las niñas sacadas de la calle. Se llama Chappa, tiene 15 años y es costurera. Está fabricando una blusa en una vieja máquina de coser y parece feliz, aunque su historia no lo sea. Con 13 años, su madre la trajo a la ciudad y la dejó en una casa como sirvienta. "La señora de la casa me trataba muy mal", explica, "no me pagaba, me daba muy poco de comer y a veces me pegaba. Al mes de estar allí me fui de la casa y volví a donde vivía mi madre, pero se había ido con otro hombre a otra ciudad. Me quedé muy triste e iba andando por la calle llorando, cuando una mujer se me acercó y me dijo que si quería trabajar en su casa. Yo le dije que sí y cuando nos íbamos llegó la policía y nos llevó a la cárcel".

La mujer resultó ser una tratante de chicas, a las que recogía de la calle y vendía para la prostitución. Chappa se salvó de milagro y acabó en el refugio de la calle Khaza, donde aprendió un oficio que le ha permitido empezar una nueva vida.

PROSTITUTAS DE MENOS DE 15 AÑOS

La suerte que tuvo Chappa no la tienen centenares de niñas que son vendidas cada año en Bangladesh a las shardarnis (alcahuetas) que regentan los burdeles. En un país con más del 90% de población musulmana, llama la atención ese mercado de niñas y mujeres en sus principales ciudades.

A 140 kilómetros al oeste de Dhaka, en la ciudad de Faridpur, de 600.000 habitantes, hay dos enormes burdeles creados en la época colonial británica, que siguen abiertos más de cien años después. Para llegar a Faridpur hay que cruzar en ferry el gigantesco río Padma; un río con pedigrí, en el que desembocan el Brahmaputra y el Ganges. Cerca del cauce fundaron los británicos esta ciudad, que fue creciendo gracias al comercio y que acabó atrayendo a prostitutas de todo el país.

En el centro de la ciudad, junto al mercado principal, trabajan más de cuatrocientas prostitutas, y en las afueras, hay otro burdel con cerca de quinientas. Más de la mitad de ellas no llegan a los 16 años. La ONG Action Aid, de la que forma parte la española Ayuda en Acción, tiene un programa de atención a los hijos de las trabajadoras sexuales, como las llaman allí. Según sus datos, 280 niños y niñas pequeños viven en los burdeles con sus madres.

Para llegar al burdel del centro de la ciudad hay que entrar por unos callejones sucios que salen del mercado. Acaba de empezar a llover torrencialmente y el suelo de barro empieza a hacerse intransitable. Pero, a pesar de ser mediodía, ya empieza a haber público y las chicas asoman de las pequeñas chabolas, bajo pequeños paraguas, en busca de clientes. En el centro de esta pequeña ciudad de prostitución se levanta un edificio de cuatro plantas, con suelos y paredes llenos de mugre. La escalera es la zona de contratación y los pisos están llenos de pequeñas habitaciones en las que solo cabe una cama y una palangana. En los pasillos, algunas mujeres han empezado a preparar la comida en pequeños infiernillos, mientras niños y niñas corretean por allí.

Runa tiene 25 años, es muy menuda y tiene una ligera chispa en la mirada. Sentada en el suelo, junto a su hija Laguk, de tres años, cuenta cómo llegó a ser shardani, después de empezar a ejercer la prostitución con 12 años. "Mi madre murió cuando yo tenía dos años", explica, "y mis tíos maternos me llevaron con ellos a la India, en donde viví feliz hasta los 10 años. Entonces me trajeron de vuelta a Dhaka, a casa de mi padre, que se había vuelto a casar y tenía dos hijos y una hija. Allí estuve poco más de un año, pero lo pasé muy mal, porque nadie me quería. Así que me fui de casa y pasé unos meses en la calle".

"Conocí a un chico y me fui con él, cuando tenía 12 años", dice con un tono de tristeza, "pero no me quería y me vendió a una shardani. Ella me llevó a la ciudad de Tangail y allí trabajé en un burdel durante cinco años. Cuando tuve dinero para comprar mi libertad me vine a Faridpur y trabajé en el burdel de las afueras, donde gané mucho dinero y lo dejé. Me compré un terreno, construí una casa y estuve tres años sin trabajar. Pero me quedé embarazada de un hombre que luego me dejó, se fue a Arabia Saudí, y tuve que volver aquí, aunque ya no atiendo a clientes. Ahora soy shardani y tengo tres chicas que trabajan para mí".

"¿Cuántos años tienen?".

"Pocos, 13 o 14", dice con normalidad, como si olvidara que ella fue vendida con tan solo 12. "Tienen que trabajar para mí durante dos años, en las que yo les busco clientes y ellas me dan todo el dinero que obtengan".

Laguk, su hija, juguetea con un teléfono móvil sin hacer mucho caso a la conversación, hasta que su madre empieza a hablar de ella. "Es verdad que éste no es lugar para una niña tan pequeña", responde Runa, "pero ya le queda poco tiempo aquí. En cuanto cumpla cinco años la llevaré interna a una madrasa (escuela coránica), para que sea experta en el Corán y se gane la vida como lectora coránica".

"Cuando mi hija esté fuera de aquí, con el dinero que haya ahorrado me iré con mi novio, que está estudiando en Dhaka y que me acepta como soy. Se llama Mehegib", dice mientras enseña una foto suya en la pantalla del móvil, "y se va a casar conmigo".

HISTORIAS SÓRDIDAS

Cada trabajadora sexual tiene su propia historia, aunque todas ellas son sórdidas y tristes. Shamol, director de la ONG Iniciativa para el Bienestar de la Mujer, que trabajan con Action Aid, explica que "la gran mayoría de las prostitutas empiezan a trabajar con menos de 15 años, por pobreza, por engaño o por secuestro y venta. Y una vez que empiezan, no pueden reintegrarse a la vida normal, porque son unas apestadas. Nosotros lanzamos nuestro programa de ayuda a las trabajadoras sexuales y a sus hijos hace ocho años y, poco a poco, vamos convenciéndolas para que nos los entreguen para que tengan una vida mejor. En nuestros dos centros viven 15 niños y 14 niñas, a las que damos educación y sacamos de ese ambiente terrible".

Dice que tiene 22 años, pero no debe de tener más de 16. Viste muy elegante, con la cara pintada muy de blanco, los ojos de negro y la boca de rojo. Se llama Shirin o Sharmin, dependiendo del cliente, y lleva tres meses trabajando con una shardani en el burdel, a la que entrega todos sus ingresos. "Me queda un año de trabajo para pagar mi libertad", explica, "luego quiero volver a buscar a mi madre, que no sabe lo que hago".

Su historia es tan dramática como la de casi todas. "Cuando mi padre y yo tenía 13 años", explica, "mi madre concertó mi matrimonio con un chico de 20, de Dhaka, al que yo no conocía. Al poco de casarme, mi marido me empezó a pegar y descubrí que era alcohólico, así que me fui a Chittagong, con mi madre, a trabajar a una tienda. Conocí a un chico con el que me fui hace cuatro meses y después de unas semanas me trajo aquí y me vendió a una mujer a la que tengo que dar todo lo que gano. Empecé hace tres meses con cinco clientes al día y ahora hay veces que tengo hasta veinte, pero así podré ganar el dinero de mi libertad antes y volver a casa".

La que ya no tiene ninguna esperanza es Mina, 35 años, que fue vendida a la shardani más famosa de Dhaka con solo 12 años. "Me había ido de casa de mis abuelos, con quienes vivía desde que murió mi madre", explica, "y me acogió una señora para la que trabajé de sirvienta en Dhaka. Pero un día me llevó a la casa de Nasha y me vendió. Allí llegué hace 23 años y había más de cincuenta niñas de mi edad en un burdel muy lujoso. Estuve siete años, hasta que me enamoré de un cliente, Ami, que se quiso casar conmigo. Fueron mis únicos tres años de felicidad. Tuve un hijo, pero se murió a los cinco meses de neumonía. Además, se me gastó todo el dinero que tenía ahorrado, Ami se casó con una segunda mujer y me empezó a maltratar, así que decidí volver aquí, donde está mi vida". Lo dice con tristeza, entre lágrimas.

SALVADAS DE LA TRAGEDIA

Para evitar casos como los de Runa, Shirin y Mina, Action Aid tiene cinco refugios para niñas en Dhaka. Es muy poco para una ciudad de 16 millones de habitantes, pero las happy homes funcionan en barrios especialmente peligrosos llenos de zonas de chabolas, llamadas slums, que se hicieron célebres con la película Slumdog millionaire. Y las 150 niñas que han encontrado plaza están a salvo.

Sonia tiene 13 años y llora cuando tiene que contar su vida. Su familia la abandonó con apenas cuatro años, dejándola en las cercanías de una mezquita; allí fue acogida y adoptada por una mujer, que la dejaba en otras casas para servir. Con seis años, la madre adoptiva la envió a isla de Bola, al sur de Bangladesh, para cuidar a la madre de esta. Para ello, tenía que mendigar todos los días en la calle, así que se escapó.

Su vida entre los 7 y los 11 años, en que entró en esta happy home de Ayuda en Acción, es un agujero negro que ella prefiere olvidar. Solo llora cuando se le pregunta. En el centro saben que vivió en la calle y que sufrió abusos. Ahora está a salvo. Estudia primaria, aprende a coser y quiere trabajar de costurera.

También Mukta, de nueve años, llora al recordar su vida antes del refugio. La crió su abuela desde los tres años, porque su madre se vio envuelta en un asesinato y fue a la cárcel con cadena perpetua. Vivía en un slum cerca del río en Dhaka y hacía todo tipo de trabajos, hasta que su abuela decidió traerla al refugio, con siete años. Prefirió aprovechar la oportunidad de una plaza para la salvación que seguir arriesgándolo todo en la calle. Mukta aprende a hacer bolsas de papel y quiere terminar su educación y ser maestra.

La historia de Drina, 14 años, es también dramática. Vivía con sus padres en la isla de Bola, en el sur, una vida que no le gustaba. Ella era muy rebelde y se fue de su casa a los 11 años, después de una pelea con su hermano. No sabía adonde ir, se montó en un ferry y se durmió. A la mañana siguiente amaneció en la mayor terminar de ferries del país, en Dhaka, y empezó a vivir en la calle. Un día, una mujer la recogió para trabajar de sirvienta en su casa y allí duró siete meses, sin cobrar nada. Así que volvió a la calle y pasó un tiempo indeterminado hasta que una asistente social la trajo al refugio, hace dos años. Ahora trabaja de esteticista en una peluquería del barrio y pronto abandonará el centro para vivir en un piso.

"¿Te arrepientes de haberte escapado de tu casa?".

"No", responde convencida, "cuando estaba en la calle a veces lo pensaba; pero ahora estoy satisfecha con mi vida. Si hubiera seguido en mi casa me hubieran casado con 12 o 13 años y ahora puedo tener mi vida, aunque sé que he corrido muchos riesgos en la calle".

Todas ellas están ahora a salvo, pero la ONG local que gestiona las happy homes, junto a Ayuda en Acción, desde hace cuatro años, se enfrenta a un grave problema de financiación. Necesitan 100.000 euros al año para mantener los cinco refugios en donde viven las 150 niñas. Si no lo consiguen tendrán que cerrar el próximo otoño.

CARAS ABRASADAS POR EL ÁCIDO

Los peligros de las niñas y de las mujeres no están solo en la calle. Como en otros países, en Bangladesh también hay violencia de género, con el agravante de que allí se utiliza el ácido como arma. Miles de mujeres viven con la cara o el cuerpo abrasados por el ácido sulfúrico que alguien tiró sobre ellas.

Nila tiene 17 años y es la líder de una organización de mujeres atacadas por el ácido, en la ciudad de Sirajganj, a unos 170 kilómetros al norte de Dhaka. Tiene la cara y parte de su cuerpo quemados y ha decidido que va a dedicar su vida a denunciar y acabar con esa salvajada.

"Me casé en 2006, con solo 13 años, en un matrimonio arreglado por mis padres, en el que hubo que pagar dote", explica con tranquilidad. "Mi marido era mucho mayor que yo, viajaba mucho a Arabia Saudí, porque trabajaba allí, y cada vez que volvía me pegaba. No me quería, se cansó pronto de mí. Un día me dijo que nos íbamos a vivir a Riad y que como no le obedeciera, me iba a vender en cualquier sitio. Yo me opuse durante muchos días, hasta que el 18 de febrero de 2008, llegó un día a casa con una botella llena de ácido y me lo tiró por la cara y todo el cuerpo".

Nila tenía entonces 15 años. "El ataque acabó con mi vida, pero he decidido que no puedo rendirme y voy a dedicar todas mis fuerzas a luchar contra esta gente". Gracias al movimiento que preside Nila los agresores están siendo juzgados con dureza y ellas confían en acabar con esos ataques.

Los primeros casos se produjeron en 1994, precisamente en la zona de Sirajganj, un distrito en el que más de 500.000 personas trabajan en la industria de los telares. El ácido sulfúrico se utiliza para fijar los colores en los hilos de algodón y, aunque solo puede comprarlo el que tiene una licencia, el ácido circula sin problemas por las calles.

Nurun Nahar, 30 años, también sabe lo que es ver destruida su vida por un ataque con ácido. "Fue en 1995, cuando yo tenía 15 años", explica Nurun. "Vivía en el distrito de Patuakhli, al sur del país, con mi madre y mis hermanos. Había un chico de 18 años que estudiaba en mi misma escuela y que me pidió relaciones varias veces y yo siempre le dije que no. Un día me dijo, muy violento, que si no le quería iba a arruinar mi vida, pero yo no le tuve miedo".

"A los pocos días, el 13 de julio de 1995, entró en mi casa de noche y me tiró ácido a la cara", recuerda Nurun con un escalofrío. "Yo no sabía lo que había pasado. Me dolía mucho la cara y los brazos; sentía como si estuviera muerta. Por la mañana me llevaron al hospital y empecé todo tipo de tratamientos. Pasé ocho meses de hospital en hospital".

Su vida estaba acabada hasta que una conocida activista de Bangladesh, Nasreen Parvin Har, leyó su historia en un periódico y decidió ayudarla. "La policía no había hecho nada cuando lo denunció mi madre", explica Nurun, "pero llegó cuando Nasreen empezó a investigar y lo detuvieron. En 1997 lo condenaron a muerte, aunque la sentencia está recurrida. Pero lo importante es que yo volví a la vida. Pienso en el presente y en el futuro e intento olvidar el pasado, aunque estas marcas en mi cara lo hacen muy difícil".

Nurun trabaja en Action Aid Bangladesh en un programa de apoyo a las mujeres atacadas por ácido. Allí la llevó Nasreen en 2004, cuando fue nombrada directora de esta organización. En 2006, Nasreen Parvin Har murió en un accidente de tráfico, aunque su proyecto y su legado siguen vivos en Bangladesh.

Dos niños mendigos, de noche, por las calles de Bangladesh.
Dos niños mendigos, de noche, por las calles de Bangladesh.Bernardo Pérez
Disputa con un cuervo. Un niño de la calle se disputa con un cuervo un trozo de comida en un vertedero de la ciudad de Chittagong, al sur de Bangladesh.
Disputa con un cuervo. Un niño de la calle se disputa con un cuervo un trozo de comida en un vertedero de la ciudad de Chittagong, al sur de Bangladesh.Bernardo Pérez
Dos críos duermen en el andén de la estación.
Dos críos duermen en el andén de la estación.Bernardo Pérez
Abrasada por su marido. Nila tiene 17 años. Con 13 fue quemada con ácido por su esposo, a 170 kilómetros de Dhaka.
Abrasada por su marido. Nila tiene 17 años. Con 13 fue quemada con ácido por su esposo, a 170 kilómetros de Dhaka.Bernardo Pérez

Un país de solo 39 años

A pesar de su larguísima historia, que se remonta al año 700 antes de Cristo, Bangladesh no se convirtió en un país independiente hasta el 16 de diciembre de 1971, en que consiguió la rendición del Ejército paquistaní tras una guerra sangrienta, iniciada en marzo de ese mismo año.

Bangladesh se sitúa en la región de Bengala, una zona de gran actividad comercial desde el siglo XIII, que llevó al Imperio Británico a anexionarse toda la zona desde la antigua Birmania, hoy Myanmar, hasta Pakistán, incluyendo Bengala e India. Tras la salida de los británicos, en 1947, la zona con mayoría de población hindú quedó como India y la zona musulmana como Pakistán, dividida en oriental y occidental.

Tras su independencia, en 1971, Bangladesh pasó a ser una democracia parlamentaria, bajo la presidencia de Mujibur Rahman, que fue asesinado en 1975, junto a toda su familia, en un golpe de Estado al que siguieron tres meses de convulsiones continuas. También fue asesinado, en 1981, el siguiente presidente democrático, Ziaur Rahman, que había reinstaurado el sistema parlamentario en 1976. Le siguió el régimen militar del general Hossain Mohammad Ershad, que fue derrocado por un levantamiento popular en 1990.

Desde entonces, Bangladesh ha funcionado como una democracia parlamentaria, con dos partidos políticos fuertes que se han ido turnando en el poder: la Liga Awani, a la que representa la actual primera ministra, Sheikh Hasina, y el Partido Nacionalista de Bangladesh, cuya líder es Khaleda Zia. -

Un concierto para la historia

Bangladesh pasó a la historia en Occidente, en plena guerra con Pakistán, meses antes de conseguir su independencia definitiva, por un concierto de dos días en el Madison Square Garden de Nueva York, que supuso el comienzo del rock benéfico. Fue el 1 y el 2 de agosto de 1971. El ciclón Bhola había arrasado Bangladesh, generando una gran hambruna, que se unía a la catástrofe humanitaria derivada de la guerra civil en curso. El músico bengalí Ravi Shankar llamó a George Harrison, que llevaba dos años cantando en solitario tras la ruptura de los Beatles, pidiéndole ayuda. Y Harrison movilizó en solo cinco semanas a algunas de las principales estrellas del momento en un concierto al que asistieron más de 40.000 personas.

Allí estaban el ex beatle Ringo Starr (John Lennon y Paul McCartney no aceptaron la invitación), junto al propio Harrison, Eric Clapton, Billy Preston, Leon Russell Jesse Ed Davis, Jim Keltner y Bob Dylan, que tuvo momentos de dudas, pero que finalmente asistió.

El concierto se inició con Ravi Shankar y su sitar, y tuvo su culminación con la canción Bangladesh, compuesta por George Harrison para la ocasión.

El álbum del concierto, una caja naranja con tres elepés, se lanzó a los pocos meses y la película se estrenó en 1972. Se recaudaron 243.418 dólares, que fueron entregados a Unicef. Los beneficios del disco y la película se siguen entregando a esta organización por la Fundación George Harrison.

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