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Columna
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La otra unidad de España

Este mes de julio los españoles hemos aprendido algo más de nosotros mismos. Hemos descubierto que tenemos la necesidad colectiva de hallar elementos que nos vinculen. Nos ha ocurrido en medio de una crisis económica de caballo en la que la inmensa mayoría de los ciudadanos asisten desconcertados al más duro de los enfrentamientos políticos que se recuerdan. Tanto es así que los representantes de unos y otros nos transmiten la sensación de que cualquier intento de diálogo es baldío, porque logran discrepar hasta en lo que están de acuerdo.

No hay cuestión, por elemental que sea, en la que los dos grandes partidos nacionales no encuentren la manera de machacarse crispando nuestra existencia sin pudor alguno. El mayor exponente ha sido ese lamentable debate sobre el estado de la nación en el que vimos a los dos supuestos líderes de uno y otro bando caneándose a brazo partido. Ambos se emplearon a fondo en un ejercicio pugilístico que puede levantar pasiones entre sus fieles, pero que a la inmensa mayoría nos harta y nos indigna.

Nunca se vieron tantas banderas en las calles de Barcelona como con el triunfo de La Roja

Rajoy y Zapatero, Zapatero y Rajoy vuelven a recordarnos ese tremendo cuadro de Goya del Duelo a garrotazos en el que dos hombres con los pies enterrados se muelen a palos. A estas alturas da igual quién empezó primero o quién tenga la culpa mayor de semejante espectáculo; lo que está claro es que ninguno muestra la disposición necesaria para cambiarlo. Eso ocurre mientras España se desangra como esa metafórica vaquilla de la película de José Luis Garci.

A la inmensa mayoría de la gente no le importa quién ganó ese maldito debate; lo que realmente le importa es que no sirvió para nada. Las únicas encuestas que reflejan de verdad el sentir general son esas que afirman que de esta manera ninguno de los dos nos valen. Algún politólogo ha llegado a definir gráficamente a Zapatero y a Rajoy como dos ascensores, uno que no logra dejar de caer mientras el otro se muestra incapaz de subir. Esa falta de grandeza, de generosidad y sentido de Estado que exhiben no solo resulta nefasta para la marcha del país. No solo espanta a los observadores internacionales que nos miran con cien ojos. No solo transmite debilidad y desconfianza. Además de eso, y lo peor de todo, es que nos divide cuando más necesitamos estar unidos. Con un pasado cainita como el de España esa acción segregadora es un error de tal naturaleza que merecería la inmediata expulsión de la política activa de quienes lo cometen.

La gente, por fortuna, ha empezado a reaccionar, evidenciándose en los sondeos el rechazo a la polarización y al partidismo exacerbado. La calle quiere otra forma de hacer política y otro nivel. Y quiere unidad, no la unidad impuesta por las leyes, sino esa otra que surge de la seducción y el aprecio entre los distintos pueblos de España al margen de las ideas y los intereses regionales.

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Lo acontecido en el Mundial de fútbol fue algo más que una explosión de alegría de una afición. Hacía tiempo que no disfrutaba tanto, y a mí ni siquiera me gusta el fútbol. Esa victoria envuelta en los colores nacionales, además de liberar definitivamente un símbolo secuestrado por la derecha con la desidia de la izquierda, ha evidenciado el ansia latente de aferrarnos a elementos que nos vinculen.

Aunque el fenómeno se ha producido en todo el territorio nacional, en ninguno alcanzó tanto significado como en Cataluña. Nunca se vieron tantas banderas españolas en las calles de Barcelona y nunca fue tan obvio que el sentimiento catalanista es compatible con el sentirse de España.

El fútbol de la selección, el tenis de Nadal o las hazañas de Contador, Pedrosa o Alonso se constituyen así en factores vinculantes que estimulan el orgullo colectivo, ese que con su sectarismo socavan y envenenan quienes más debieran preservarlo. Todo el espectro político habrá de tomar nota de esta otra unidad de España. Creo que quien no haya aprendido la lección lo pagará caro.

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