Cien de Gracq
Julien Gracq (1910- 2007), solo le faltaron tres años para celebrar (habría sido hoy, precisamente) su propio centenario. Escritor elusivo y secreto, atravesó las tormentas políticas, ideológicas y culturales del siglo XX con la mirada y el corazón puestos en la literatura del XIX, que fue su fuente primera de inspiración (los románticos, Stendhal, Poe). Lo que no quiere decir que fuera indiferente a lo que escribían sus contemporáneos: su fascinación por la Nadja (1928) de Breton y por los sucesivos Manifiestos del surrealismo -1924, 1930- le acercaron al movimiento sin sumergirlo en su vorágine ni en sus posteriores derivas y escisiones, aunque siempre se mantuvo fiel a sus amigos de entonces. Miembro del partido comunista durante un breve periodo -que dio por finalizado tras el pacto germano-soviético- la obra de Gracq habría casado muy mal con los preceptos del realismo socialista.
Sus cualidades poéticas, su gusto por lo gótico y su estilo hermético y musical ya aparecen en su primera novela, El Castillo de Argol (1938; Nuevas Ediciones de Bolsillo), de la que se vendieron 120 ejemplares en el primer año (muchos menos que de La náusea, de Sartre, también de 1938): su rechazo del mundo de la técnica y su interés por la alegoría y las situaciones "intemporales" tenían poco que ver con los gustos literarios dominantes en una Europa que se deslizaba a la catástrofe. Lo que no impide que la atmósfera opresiva y post-gótica del libro pueda entenderse como una respuesta oblicua a las ansiedades de su tiempo. Al igual que Ernst Junger -cuyo En los acantilados de mármol (1939) leería con entusiasmo- su literatura apostaba por profundizar en una tradición a la que sus contemporáneos habían dado bruscamente la espalda. En su primera novela aparece también otra constante gracquiana: la naturaleza como fuerza misteriosa, ineluctable y moldeadora, lo que la convierte en personaje fundamental de sus ficciones. En 1951 publicaría -con bastante más éxito- El mar de las Sirtes (Nuevas Ediciones de Bolsillo), su novela más conocida: una extraña y, a menudo, exasperante narración en la que "pasa" muy poco, y cuyo universo mítico e inmóvil, sus "espacios dormidos" y su clima de permanente expectativa y angustia la emparentan retrospectivamente con El desierto de los tártaros (1940), de Buzzati.
Un aspecto esencial de la trayectoria de Gracq fue su oposición radical al espectáculo y la parafernalia contemporánea de la literatura. Perpetuamente fiel a su editor y amigo, José Corti (en cuya página web hay una sección dedicada al escritor), rechazó el Goncourt -no conozco otro caso- que se le concediera en 1951 por El mar de las Sirtes, alegando que los premios eran más "una cuestión de librerías que de literatura". En su vibrante panfleto La littérature à l'estomac (1948; traducido en Nortesur como La literatura como bluff) arremete contra los premios literarios, el vedetismo de los escritores, obligados "como animales de feria" a hacer labores que antes correspondían al editor, y las imposturas de los críticos. Como en otras muchas cosas, también en esto Gracq se adelantó a su tiempo. Aunque tuviera su mirada puesta en un mundo que ya había dejado de existir.
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