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El adiós de un símbolo del Madrid
Columna
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Raúl no se va

El acto celebrado ayer en el Santiago Bernabéu simboliza algo más que la simple despedida de un futbolista del club donde ha trabajado durante las últimas 16 temporadas. Es mucho más porque Raúl González Blanco es, probablemente y con permiso de Alfredo Di Stéfano, el futbolista más importante de la historia del Real Madrid y, sin duda, el más trascendente del fútbol español; un enorme punto y aparte por los partidos jugados, por los goles marcados, por los títulos conseguidos... Pero el palmarés de Raúl, en cualquier caso, por extraordinario, impresionante, merecido e increíble que resulte, no es nada si olvidamos cómo lo consiguió, cómo ganó todo eso que hoy se resume en unas líneas y que le costó una vida ganar.

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Raúl es y será por siempre referente por la manera en la que decidió ejercer y dignificar la profesión de futbolista; Raúl, que ha vivido con enorme pasión el fútbol, nunca ha perdido de vista los valores que le dan sentido a este deporte y, en especial, al Real Madrid. Eso, según lo entiendo, es lo que ha convertido en un futbolista irrepetible a Raúl. Si alguien ha estado a la altura de lo que representa y simboliza el nombre y el escudo del Real Madrid, ese ha sido Raúl. En la victoria y, por encima de todo, en la derrota. Cada día, en la soledad de un vestuario o ante los focos, Raúl ha honrado su camiseta, la de sus compañeros, la profesión de sus rivales y la de los aficionados, los suyos y los que no eran suyos y terminaron, sí, ellos también, rendidos a su incomparable grandeza.

Por eso, al escuchar "se va Raúl", pienso: Imposible. No, Raúl no se va, lo de ayer no es una despedida; lo de ayer es un "hasta luego", un "nos vemos", porque Raúl no se irá nunca... Puede que ya no sea futbolista del Real Madrid, que los próximos dos años siga marcando goles, no sé si en Alemania o en Inglaterra, pero Raúl no se va del Real Madrid porque Raúl es el Real Madrid. Y lo será siempre. Esa es la diferencia entre los muchos que podemos decir, orgullosos, que un día jugamos con él, Raúl González Blanco. Nosotros fuimos futbolistas, mejores o peores, pero solo futbolistas; Raúl es algo más.

En 1994 le vi llegar al viejo vestuario de aquella inolvidable ciudad deportiva del Real Madrid, junto al Hospital de la Paz, al final de la Castellana. De él ya sabíamos que su nombre estaba en boca de todos los que cuidaban a las promesas en La Fábrica. Sí, iba para crack, pero que lo fuera de verdad... estaba por ver. Creo que Raúl acababa de cumplir los 17 años cuando nos entrenamos juntos por vez primera. No dejó ninguna duda: aquel niño era especial, diferente. No solo por cómo jugaba, por cómo encontraba el espacio dentro del área, por cómo aparecía y cómo le pegaba. Era especial por cómo vivía el vestuario, por su conducta, por su manera de mirar a los compañeros, por su manera de atarse las botas...

Raúl debutó con el primer equipo en Zaragoza, en octubre de 1994. Aquel fin de semana, todos estuvimos muy pendientes de él, así que le recuerdo en el autocar, camino de La Romareda, tranquilo como si ese camino a Primera División lo hubiera recorrido cien veces, como si no fuera su estreno. Recuerdo lo bien que jugó, los goles que tuvo y no entraron, y que perdimos aquel partido. Pero por encima de todo, recuerdo a Raúl después del partido y muy especialmente, al día siguiente.

En La Romareda, después del partido, su actitud no era la de un chaval que acababa de debutar; otro que hubiera vivido ese partido se hubiera mostrado preocupado por los fallos, incluso asustado de las consecuencias; Raúl no, estaba enfadado por la derrota, como estábamos todos. Al día siguiente, ya en la Ciudad Deportiva, quise encontrarle, temiéndome que las portadas de los periódicos le hubieran afectado el ánimo. Lejos de eso, me encontré a un veterano con cara de niño, que relativizaba lo sucedido. Para mi sorpresa, me soltó: "Tranquilo; ayer no entraron, pero voy a meter muchos goles, no os preocupéis".

Eso hizo: los ha metido todos.

Desde aquella mañana le he visto vivir el fútbol con la ilusión del niño y la profesionalidad de quien supo siempre, desde el primer día, donde estaba, lo que representaba y a quien representaba. A Raúl le corre el fútbol por las venas y ha sido futbolista 24 horas al día, siete días a la semana, todos los días del año, vestido con la camiseta del Madrid o con la roja de la selección española. Él ha vivido para jugar al fútbol. Raúl ha dignificado la profesión desde el respeto al compañero y, aún más si cabe, al rival; en un amistoso de pretemporada o en una final de la Copa de Europa. Por eso, puede que ayer dijera hasta luego, pero no adiós: Raúl no se irá nunca. Hay historias que sobreviven al propio personaje. La suya lo es. Probablemente, la más grande que haya visto nunca.

Fernando Hierro y Raúl compartieron vestuario en el Madrid durante nueve años.

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