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Columna
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Deportistas contemplativos

Difícilmente podría afirmarse que los madrileños fueran un pueblo atlético y deportivo. Lo nuestro era contemplar el esfuerzo del prójimo y no es aventurado pensar que uno de los espectáculos primarios y más extendidos era el de ver a los albañiles levantar una casa o a los obreros municipales atareados en las obras metropolitanas. El pudor por el esfuerzo ajeno vino más tarde, pero era frecuente que los transeúntes se detuvieran ante las obras callejeras. Para levantar un edificio se necesitaba el solar, una cuadrilla de trabajadores, ladrillos, cemento, andamios y toda la parafernalia indicada, más un perro. Siempre había un can asignado a la tarea común, nunca se supo de dónde salió, para desaparecer cuando se cubrían aguas e izado la bandera. Ea.

El canódromo no llegó a calar, quizás por encontrarse alejado del centro y mal comunicado

Desde tiempo inmemorial -es uno de mis primeros recuerdos- los albañiles comían a pie de obra y era clásico que fueran sus mujeres, hijas pequeñas o hijos quienes les llevaran la tartera, el pan y la botella de tintorro, que despachaban sentados en la acera más cercana o a horcajadas sobre un banco. Confieso que miraba con envidia el arroz, amarillento por el azafrán, que me parecía más sabroso que la comida casera.

Había gente que podía pasar horas enteras embebida en el quehacer de los albañiles, sin mostrar signos de fatiga, hasta que a alguien se le ocurrió cercar con una valla el lugar y sustraerlo a la visión pública. Años después, fui a vivir junto a la plaza de la República Argentina y, durante muchos meses me intrigó la existencia de una empalizada circular, en el mismísimo centro, donde debería haber algún monumento, un monolito, el tío a caballo o cualquier representación escultórica o floral. Nada. Un domingo por la mañana, aprovechando la escasa circulación de coches, crucé el espacio y conseguí encaramarme lo suficiente para satisfacer la curiosidad. Había traviesas de hierro y cemento, sacos de arena, carretillas, tuberías y útiles de construcción. Deduje que alguien, aprovechándose de la incuria municipal, convirtió aquel lugar en almacén de enseres relacionados con la construcción, sin pagar un céntimo y en lugar céntrico y distinguido. Dando la vuelta, reparé en una entrada disimulada, donde supongo que llegaban las camionetas a surtirse de material.

El pueblo madrileño, también en aquella década, era muy partidario de dos espectáculos, primordialmente: el fútbol y los toros. Había dos estadios importantes, el del Real Madrid y el del Atlético y varias plazas de toros. Aunque no quedaba ahí las aficiones deportivas visibles. Aparte del canódromo -que no llegó a calar, quizás por encontrarse alejado del centro y mal comunicado- hubo cierta afición, no muy numerosa, pero fiel, al boxeo, que no dejó de ser deporte olímpico. Se vivía de la reciente fama de Paulino Uzcúdum y de Ignacio Ara, que fueron campeones de Europa el 28 y el 34, respectivamente y se celebraban aún los triunfos de Luis Romero, para alzar al podio de la popularidad al gran Fred Galiana, que no se llamaba Alfredo ni Federico, sino Exuperancio. Con otro púgil, Young Martin fueron campeones uno de pesos pluma y otro de mosca el año 1955. En este aspecto, se mantenía la tradición de hablar y tomar partido, tanto de toreros como de futbolistas o boxeadores, sin necesidad de haberlos visto nunca en el ruedo, en el estadio o en el ring.

El deporte como ejercicio saludable y común, era cosa de gente rica. No faltaban clubes de Golf -el de Puerta de Hierro creo que era el más importante, quizás por su cercanía al Palacio Real- pero por los cincuenta tuvo fama el Club Velázquez. Hacia el final de esta calle, entonces, donde se observaba meticulosamente la separación de sexos y nunca ojos masculinos contemplaron un centímetro de muslo femenino. El caballerete era descrito como "distinguido sportman" y ella, "la grácil practicante del law tenis" o cosas parecidas. Hasta que un recogepelotas de ese mismo club, que madrugaba más que nadie y se ejercitaba con las primeras luces, llamó la atención de algún socio importante. Era Manolo Santana, que llegó a campeón de España, en 1958 y alcanzó el número uno mundial, conquistando todos los trofeos. Por mimetismo, empezaron a venderse raquetas y a fundarse clubes de tenis en cualquier solar idóneo. Lo mismo ocurrió, años después, con otro golfillo santanderino, Seve Ballesteros, que llevó al golf hasta las mayores alturas. Mientras, los madrileños del montón, aplaudíamos para que no dijera que esquivábamos el ejercicio físico.

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