"Tenía asumido que me pegarían un tiro"
Unos secuestradores tuvieron al empresario Rafael Ávila encadenado y drogado 16 días en una cuadra de caballos. Exigían 10 millones de euros. Dos años después de ser liberado por la policía, habla por primera vez
Yo tenía casi asumido que los secuestradores iban a cobrar el dinero y que luego me iban a pegar un tiro". Han pasado ya más de dos años desde que el empresario Rafael Ávila Tirado, de 47 años, fuera secuestrado cuando salía de su despacho de Sanlúcar de Barrameda (Cádiz). Durante los últimos 25 meses de su vida, se ha refugiado tras un protector muro de silencio en espera de que cicatrizasen las llagas psicológicas resultantes de 16 días de atroz cautiverio. Ahora ha accedido a hablar por primera vez. "Soy un hombre tímido y nunca me ha gustado aparecer en público", explica a modo de presentación. Pero roto el hielo inicial, Rafael Ávila va cogiendo confianza, aunque a veces se le hace difícil recordar. Tres horas después de iniciada la entrevista, frente al coto de Doñana, habla con pasión del vino, de su bodega recientemente premiada, y de sus viajes, en especial de sus dos visitas al Caribe.
"Me veía a mí mismo como si estuviera en una cárcel tercermundista o en un campo de concentración"
"No perdono a esa gente el sufrimiento que ha causado a mi familia. Eso, jamás en la vida se lo perdonaré"
La pesadilla empezó sobre las nueve de la noche del 2 de junio de 2008. No hizo más que poner el pie en la calle cuando se abalanzaron sobre él varios individuos. Uno de ellos le agarró por atrás, mientras otros le forzaban a entrar en una furgoneta blanca. En un abrir y cerrar de ojos, le maniataron con bridas de plástico y cinta aislante, además de taparle los ojos con el mismo material antes de cubrirle la cabeza con una capucha. Al poco, el vehículo se detuvo a las afueras de Sanlúcar, donde Ávila fue obligado a entrar dentro del agobiante maletero de un coche.
"Calculo que pasé dos horas encerrado en el maletero. Solo oía una música hortera. Debía ser un compact-disc, el mismo que luego me ponían constantemente durante todos los días que me tuvieron encerrado en un box para caballos", recuerda este empresario afable, casado, padre de tres hijos, trabajador infatigable y enamorado de la vida.
Nada más llegar al chalé donde pasaría 16 días de tormento, fue encadenado y amarrado a una argolla clavada en una pared, sin quitarle las bridas de plástico ni las ataduras que le habían puesto en el momento de raptarle. Al cabo de unos días, logró arrancarse a mordiscos los lazos de plástico que le descarnaban las muñecas y le dejaban las manos sin sangre. Pese a estar totalmente inmovilizado, los delincuentes le tenían drogado con Trankimazin. "No entiendo por qué me daban aquellas pastillas si era imposible que me escapase", se queja hoy Ávila.
Al día siguiente de su desaparición, un comunicante anónimo llamó a la oficina de la víctima desde una cabina pública de Jerez de la Frontera y pidió a una empleada el número de teléfono de Rafael Ávila padre. ¿De parte de quién? "De un nuevo amigo de su hijo Rafael", respondió.
Ávila tiene grabado a fuego cómo era el cubículo donde pasó los peores días de su existencia: "Era un box de caballos, separado del contiguo por una chapa metálica que habían atornillado por fuera. Hacía tal calor que la chapa ardía. El sol abrasaba el tejadillo de uralita. Yo me asfixiaba allí dentro. Tanto que una vez tuvieron que llevarme unos ventiladores porque aquello era insoportable. Sin embargo, por la noche me moría de frío. Me veía a mí mismo como si estuviera en una cárcel tercermundista o en un campo de concentración".
Tumbado en un colchón sucio, su único abrigo era una manta. La situación era tan espantosa que ni siquiera podía orinar en el cubo que le dejaron en aquel agujero y más de una vez se hizo sus necesidades encima. Así horas y horas, acompañado tan sólo por la música "hortera" cuyo estribillo todavía le martillea en el cerebro como un molesto y obsesivo recuerdo imposible de borrar. Por las mañanas entraba un tipo encapuchado y enguantado -"él me dijo que se llamaba Juan"- que le daba un vaso de leche con Cola Cao y que luego volvía a mediodía y por la noche para darle de comer en un plato de corcho con una rudimentaria cuchara de palo.
El secuestrado apenas intercambiaba unas cuantas frases con su joven guardián. Nunca llegó a haber entre ellos un amago de conversación. Pero lo que sí recuerda Ávila con nitidez son las veces que ese sujeto irrumpía en el cubil y se ponía a jugar con su pistola: la montaba, la desmontaba... Y entonces, claro, él no podía al menos que pensar que en cualquier momento le iba a pegar un tiro -¡pum!- y que allí mismo iba a acabar todo. Porque aquello no era un mal sueño, ni una película del exterminio en Auschwitz, sino una aterradora realidad.
"A los pocos días vinieron y me hicieron una foto con un periódico en las manos. Yo debía estar horrible y tener un aspecto deplorable. Lo sé porque al día siguiente me lavaron, me pusieron una chillona camiseta verde y me hicieron una segunda foto", explica el empresario que ha sufrido uno de los secuestros no terroristas más largos de la historia reciente. Esa segunda foto, en la que sostiene un Marca, de fecha 5 de junio de 2008, en donde aparece el futbolista Cristiano Ronaldo, es la que los criminales hicieron llegar a la familia como prueba de que el rehén estaba vivo.
En aquellos primeros días de cautiverio, los secuestradores le obligaron a escribir una carta dirigida a su familia. Le dieron una especie de patrón y le dijeron: "Esto es lo que tienes que poner, aunque lo puedes decir a tu forma". También le pidieron que les facilitara el nombre de un empleado, de un vecino u otra persona con la que contactar. Alguien que no perteneciese a la familia ni a su círculo más íntimo, para eludir a la policía. Y Rafael fue y les confió el nombre de su viejo amigo Pepe, el dueño de la tiendecita El Frenazo, al que hicieron llegar la carta y la foto del rehén con la extravagante camiseta verde.
"Yo pensaba que aquello era una especie de secuestro exprés, uno de esos en los que los delincuentes te tienen unas pocas horas retenido y luego te sueltan tras coger rápidamente el dinero que le puedan sacar a la familia", señala.
Pero el empresario estaba muy equivocado. La banda estaba preparada para aguantar un secuestro largo. Los delincuentes empezaron por pedir un rescate de 10 millones de euros. "Una cantidad desorbitada", dice sentado tras la mesa de su despacho. Como desorbitados eran los dos millones que finalmente acabaron por pactar tras un largo tira y afloja con el intermediario que representaba a los Ávila. Por eso, más de una vez él creyó que aquello no iba a salir bien, que en cualquier momento le descerrajarían un tiro y luego meterían su cadáver en un hoyo, como alguna vez le había dicho su carcelero.
-¿Supo alguna vez el tiempo que llevaba encerrado?
-Sí. La puerta de la cuadra era de hierro y yo veía luz por las rendijas. Así sabía si era de día o de noche y podía calcular cuántos días habían pasado. Incluso veía árboles a lo lejos y pensaba que si había tantos árboles era porque tenía que haber un riachuelo cerca. También oía muchos coches por la mañana y sospeché que se debía a que estaba cerca de una carretera. El oído se te afina. Por la noche, los secuestradores soltaban a unos perros y yo intuía que al menos eran dos.
-¿Qué pensaba usted durante tantas horas y tantos minutos allí encerrado, iluminado solo por una vulgar bombilla?
-Pensaba en mi mujer, en mis hijos, en mi familia. Pensaba en ellos mucho más que en mí. En esa situación llega un momento en que uno casi no piensa en sí mismo.
-¿Pasó miedo?
-Hombre, claro. Miedo siempre. En un caso así uno se siente como un objeto.
-¿Sería capaz de perdonar a quienes le hicieron pasar ese calvario?
-Yo no puedo perdonar a unos delincuentes. No perdono el sufrimiento que han causado a mi familia. Eso, jamás en la vida se lo perdonaré.
Rafael Ávila afrontaba su particular agonía sin saber -¿cómo iba a saberlo?- que un puñado de policías iba estrechando el cerco en torno a sus captores. El Grupo de Secuestros y Extorsiones de la Unidad Central de Delincuencia Especializada y Violenta y el Grupo 3º de la Brigada Judicial de Sevilla pincharon teléfonos y siguieron a sus sospechosos. Gracias a eso descubrieron que el empresario estaba encerrado en el chalé El Retorno, ubicado en el kilómetro 15 de la carretera de Almonte a la ermita de El Rocío, en la provincia de Huelva.
El día en que expiraba el plazo para que la familia pagara el rescate, los geos de la policía asaltaron el chalé y liberaron al cautivo. "Oí unas explosiones y un griterío enorme, y pensé que aquella era la última noche de mi vida. No se me pasó por la cabeza que eran los geos. Lo que creí es que los secuestradores se estaban peleando... y que ahí acababa todo para mí", rememora.
En el salón del chalé fue detenido Raúl Brey Ábalo, de 65 años, primo carnal de Mariano Rajoy Brey, líder del Partido Popular, mientras que en el dormitorio lo fue José Antonio Gilez, de 26 años, el presunto guardián del secuestrado. En Sevilla fue arrestado Luis Miguel Rodríguez Pueyo, de 68 años, viejo conocido de la policía por haber visitado 22 veces las comisarías, varias de ellas por estafa.
Rafael Ávila está convencido, "por la forma en que actuaron", de que no era la primera vez que sus secuestradores hacían una canallada de este tipo. Y su intuición se ve corroborada por las investigaciones policiales, que han determinado que varios de estos individuos habían intentado raptar dos meses antes al hijo del constructor Francisco Hernando, El Pocero. Sin embargo, este logró zafarse de los dos pistoleros que le cerraron el paso con un coche cerca del tanatorio de Seseña (Toledo).
Hoy, dos años después de su liberación, el empresario sanluqueño se deshace en elogios hacia sus libertadores: "Yo no tengo palabras para la policía. Es una gente de un cariño y un trato humano increíble. Hubo policías que durante todo el tiempo que duró aquello durmieron en mi casa en una silla. Es gente que le gusta lo que hace y que se implica de una forma extraordinaria. Yo no puedo más que estar agradecido a la policía".
Han pasado 25 meses, pero Ávila todavía tiene cicatrices, pese al tratamiento psicológico. "Aún tengo un trauma. Después de lo que me ocurrió, te das cuenta de que no eres nadie. A mí me cogieron en un segundo, cuando iba a ir a regar unos tomates de una huertecilla. No me dio tiempo ni a gritar. Uno se da cuenta de que la vida te puede cambiar en un abrir y cerrar de ojos, de que estamos desvalidos aunque no nos demos cuenta", dice con cierta desazón.
Pese al tiempo transcurrido, aún tiene insensibilizada parte de una mano debido a las bridas de plástico con que le maniataron. "Me debió de afectar un nervio. Las tenía tan apretadas que se me empostilló y se me infectó una muñeca", explica.
No obstante, lo peor no fueron las heridas de las manos. Ni la piel que le arrancaron al despegar la cinta adhesiva con la que tuvo cubiertos los ojos durante días. Ni el estar tanto tiempo sin sus gafas en aquel cuchitril sucio y oscuro. No. Lo peor es lo que ha venido después: las lesiones intangibles, difíciles de borrar, que le quedan en la memoria.
Desde entonces, Rafael ya no es el mismo y nunca lo será tras padecer un calvario como el que él padeció. Admite, por ejemplo, que antes de "eso" se quedaba solo trabajando en su oficina hasta las tres o las cuatro de la madrugada y que actualmente jamás lo hace. Confiesa sin rubor que ahora mira mucho para atrás y que se inquieta si alguien le sigue o si oye algún ruido a sus espaldas. Son las secuelas invisibles de la tortura de 16 días -y 16 noches- de estar a merced de unos desalmados.
Hace un mes, todos sus malos recuerdos se agolparon de nuevo en su cerebro al ver pasearse descaradamente ante sus narices a uno de los presuntos implicados en su secuestro. Un hombre al que la Audiencia Provincial de Cádiz dejó en libertad tras el pago de una fianza de 25.000 euros. "Hay contra él una orden de alejamiento y no he vuelto a verle, gracias a Dios", apostilla.
Mientras conversamos en la terraza de un bar, Ávila se tiene que levantar en varias ocasiones para saludar a unos vecinos.
-¿Qué tal va eso, Rafael?
- Bien, bien... ¿Qué tal tu familia?
"Si hablo ahora es porque quiero aprovechar la ocasión para dar las gracias a todo el pueblo de Sanlúcar, que tanto apoyó a mi familia. Recuerdo que cuando me liberaron estaba todo lleno de pancartas dándome la bienvenida. Tengo una deuda de gratitud para el pueblo, una deuda impagable", confiesa con emoción.
Acabado el relato de aquel mal sueño, Rafael se muestra apacible y sereno, enamorado de su empresa y su familia. Contempla con arrobo la playa sanluqueña, aunque -¡ay!- reconoce que anhela el Caribe.
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