Carne franca
"¡Desnudas! ¡Ahora van desnudas y ya se les ve todo!", dijo mi madre, a mediados de esta misma semana, acosada por el tórrido calor de la ciudad. Y tenía razón: la carne luce en verano. Al recato de otros tiempos le ha sucedido la exposición franca y confianzuda de la carne. La carne, generación a generación, se siente más segura de sus fuerzas. Y la villa, incluso el centro levítico-financiero de la city, parece el malecón de un pueblo costero en fiestas. En esto las mujeres llevan ventaja a los varones. Cuando ellos aún pugnan por redimir la pantorrilla de la indigna tiranía del pantalón, ellas emprenden la liberación del muslo. La exposición del femenino muslo ajamonado (a veces amojamado, ya que la tercera edad también reclama sus derechos) invade la ciudad. Como se diría en el hipódromo: los hombres lucen ya pantorrilla, pero ellas llevan un muslo de ventaja.
Uno imagina que su propia conducta es la norma hasta que el transcurso de los años le convierte en momia, en anacrónico residuo del pasado. El martes reproché a un joven miembro de mi cofradía literaria que tuviera la desvergüenza de acudir a capítulo en camiseta. El almuerzo, en un hotel, era inminente y allí lució su innoble prenda. Hice un gesto expeditivo, de mentor rancio y riguroso, casi de director espiritual, y le mostré, docente, el cuello de mi camisa. Pero entonces comprendí que el excéntrico, el extranjero, el desclasado, era yo. Paso un buen trozo de mi vida en un campus universitario y dudo que nadie menor de treinta años (¿qué digo treinta?) se preste al gesto extemporáneo de ponerse una camisa. Allá la camiseta impone su ley.
No es extraño que nombren vasco universal a un navarro que va siempre en camiseta: Mikel Urmeneta, patrón de Kukusumuxu, magnate de las prendas de algodón. Al margen de la competencia desleal que practican los navarros con nuestras instituciones (nadie protesta ni nadie lo hará nunca), Urmeneta es un triunfador en toda regla. Vive de sus divertidas camisetas. Eso explica que fuera a recibir el premio vestido de modo informal. Y es que hoy día sólo el currante, el proletario, va de traje. Mientras que los jóvenes (y esa otra forma de ser joven, que consiste en ser millonario) prefieren la camiseta de algodón.
"Hijo mío, ahora se les ve todo", volvió a decir mi madre. Mi madre lleva tanto tiempo en el planeta que juzga los cambios de costumbres desde una atalaya singular (yo mismo conocí la tele en blanco y negro, con el Generalísimo moviendo su brazo mecánico). Y ella lo dijo mientras una morena pasaba delante de nosotros: sandalias abiertas, un short que apenas velaba la nalga, y banda de tela sobre el torso, para tapar lo imprescindible, o lo que aún es imprescindible tapar. "Es que ya se les ve todo", repitió mi madre, mirando a la chica de arriba abajo. Y yo también la miré, con otros ojos.
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