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Columna
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Rompepatrias

Resulta retórico pero a la vez embriagador rescatar alguna enseñanza de este último mes en que la actividad neuronal de los 47 millones de habitantes del Estado quedó poco menos que paralizada siguiendo la trayectoria playera e irregular de un jabulani en las praderas de Sudáfrica.

Resulta atrevido y hasta presuntuoso pensar que siempre deberíamos estar así, unidos a la hora del cabezazo, del remate que llega a la red, del pitido final y, por qué no, que todos los españoles en el más noble sentido de la demagogia deberíamos concedernos unas mínimas vacaciones después de tanto agobio a cuenta del presupuesto. Unas merecidas vacaciones lejos de Manolo el del Bombo.

Pero mientras despertamos del sueño y unos vuelven a La Pobla de Segur y otros a Fuentealbilla, en el Parlamento se ofrece una secuela del Estado de la Nación y el hemiciclo recuerda todo él al día en que nos enfrentamos a Paraguay o a Chile, tal es el cerrojazo que se cierne sobre el presidente y tales las entradas con los tacos por delante de todo el arco parlamentario.

Las ambiciones federales han sufrido un varapalo tremendo con la sentencia del Constitucional

Es la hora en que los rumiantes deciden digerir el banquete y empieza otra vez a empinarse el sermómetro, a florecer la tertulia, a quemar naves y banderas por doquier. Y a todos nos asalta una pereza descomunal de volver al crudo resacón de las hipotecas, la estadística del paro, la subida del Euríbor o el precio de los carburantes. Todo fue un sueño. La palidez de Andrés Iniesta tiene incluso ese deslumbramiento de los personajes que pueblan nuestros sueños. Ángeles que nos visitan y nos rozan con sus alas, pero que se desvanecen como el polvillo de las mariposas.

El telón sudafricano cae sobre un Estado cada vez más malparado. El deporte no puede ofrecer consuelo a la cantidad de desajustes que se han ido acumulando con la monotonía cruel de un paciente al que la crónica de sus males le empieza a resultar indiferente. No sabemos si un cambio de entrenador será suficiente para atajar esa jauría humana que se ha desencadenado en los mercados que marcan las reglas del juego económico en esta parte del hemisferio, no sabemos si nuestro número 1 FIFA convencerá a Moodys y a Davos, a la ceca y a La Meca, pero estoy seguro de que llevará mucho tiempo paliar el hachazo al nivel de vida de un país cuya clase media está tiritando y en la que más de cuatro millones de familias viven a la sopa boba de la economía sumergida o de la prestación por desempleo. Por mucho que presuman nuestros mandamases de energía solar y alta velocidad estamos padeciendo las consecuencias estructurales y trágicas de un modelo económico que se ha visto inflado por la construcción y la hostelería y que hace que España tenga las viviendas más caras del mundo, el desempleo entre titulados universitarios más reconocible, y un gasto farmacéutico disparados entre otras bellezas monumentales que a bote pronto habitan nuestro presunto Estado del bienestar.

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Cuando este otoño empiecen a sonar las vuvuzelas sindicales pese a la tímida recuperación de empleo, cuando este otoño toque dilucidar políticamente la cuestión catalana y recomponer equilibrios, no sólo empezará la vuelta al curso más agreste de los últimos tiempos sino que tocará por fin que nuestros sempiternos opositores salgan de la cueva del resentimiento y ofrezcan por una vez, si es que lo tienen, un modelo de alternancia por encima de sus habituales peroratas de santurrones perseguidos. En ese efecto dominó que se llevará por delante a muchos de los protagonistas recientes baila la incógnita gallega: si el PP logra hacerse con la victoria en las municipales y llega al mismo tiempo a la Moncloa, Feijóo seguramente se convertirá en uno de los galácticos del Gobierno y Galicia será de nuevo la bella durmiente de la cuestión nacionalista que saldrá reforzada sin duda en Euskadi y Cataluña.

Las ambiciones federalistas han sufrido un varapalo tremendo por la sentencia del Constitucional y la posible reforma de esta última tendrá que esperar sus buenos años. Es muy probable que esa bandera que tanto nos unió hace unos días vuelva a ser esgrimida como el patrimonio de unos pocos a los que poco importa que lleve una corona, como un toro o un águila imperial. Y ahí radica buena parte del problema toda vez demostrada la aportación de Puyol, Xavi, Piqué o Busquets y otros rompepatrias al producto interior bruto.

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