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Columna
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Menos mal que es francés

Xavier Vidal-Folch

Cuando todo falla, el interbancario se seca y la liquidez se solidifica, queda un clavo ardiente. Es el prestamista "de último recurso", el que pone el dinero para que los actores económicos puedan seguir operando, y al cabo se lo devuelvan. Ahora es el grupo de los grandes bancos centrales, si conviene, coordinados. O en el caso que hoy nos ocupa, el BCE.

Pero no siempre fue así. Porque al principio del capitalismo apenas había bancos centrales. La Reserva Federal, por ejemplo, nació en 1837. Y si los había, públicos o privados, se discutía con pasión si su deber era garantizar la liquidez cuando faltaba. Pero la historia ha demostrado que "cuando no existe este prestamista, como en 1873, 1890 y 1931, la depresión que sigue a una crisis financiera es larga y duradera", recuerda Charles Kindleberger, mientras que si existe, la crisis puede pasar "como una tormenta de verano" (Manías, pánicos y cracs).

El BCE evita el colapso con inundaciones de liquidez, irritando a los 'talibanes' de la ortodoxia

El capítulo europeo de la crisis (Grecia, el euro, el deterioro de la deuda soberana) está siendo, desde enero, de caballo. Hasta el punto que José Viñals (FMI) aseguró que el mundo rozó el "colapso" en mayo; que el presidente del BCE, Jean-Claude Trichet, enfatizó que "los mercados dejaron de funcionar", casi como cuando la quiebra de Lehman Brothers, y que Angela Merkel alertó de que "Europa se encuentra frente a su mayor reto desde la caída del nazismo".

Menos mal que ante esta crisis existió el BCE. Este BCE, que durante este tiempo no se ha encerrado en una torre de marfil superortodoxa, obcecado solo por la inflación (para controlarla se restringe la liquidez, pero eso suele perjudicar al crecimiento y al empleo). Aunque ha tenido vaivenes, errores y aciertos de bulto.

Los errores siempre derivaron del exceso de rigidez, de un enfoque restrictivo de la política monetaria. Han sido sobre todo dos: justo antes de estallar la crisis en 2.008 subió los tipos de interés. Y justo antes del final de semana clave del 7 al 9 de mayo, el día 6 Trichet negó en Lisboa que su Consejo tratase la compra de deuda soberana, lo que hundió al euro en la miseria y precipitó el new deal acordado entre el 7 y el 9 del mismo mes.

Los aciertos tienen un hilo conductor, evitar el estrangulamiento de la liquidez. En vulgar: dinero a espuertas, política monetaria expansiva. Así, ya iniciada la recesión, bajó los tipos al 1%, inundó de liquidez "ilimitada" el mercado, prestando a la banca a un año en vez de a trimestres, aceptando luego los bonos de menor calidad (por ejemplo, griegos) como garantía (colaterales) de los préstamos a los bancos. Y, con algún zigzag, desde el 7 de mayo compró todos los bonos públicos que conviniesen, para evitar el ya iniciado contagio de la deuda griega a la de sus vecinos y al euro. Para sonora irritación de los talibanes ortodoxos de la casa.

Esta política agresiva se acompañó de una actitud militante de Trichet en favor del mecanismo institucional permanente de rescate (el de los 750.000 millones de euros): fue él, con el director gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn, quien disipó los recelos de Merkel en una visita a la cancillería el 28 de abril.

Trichet es francés, pulcro, centrista entre los radicales ortodoxos y los amigos del relajo. En realidad, con estas actuaciones, ha sido coherente con la trayectoria del primer decenio del BCE, que, contra las apariencias, "ha mantenido una política monetaria relativamente expansiva", sostiene Pau Rabanal en un paper de La Caixa ("Should the ECB target employment?"). Es decir, que ha interpretado su mandato con flexibilidad, en la línea de la Reserva Federal, que combina el objetivo de contener la inflación con el de apoyar el crecimiento y el empleo.

Temblad: ¿qué ocurrirá cuando el mandamás de Francfort no sea francés?

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