Con el agua al cuello
Me disponía a escribir sobre el Mundial en mi casa de Pretoria, cuando un gato entró por la ventana llevando un pájaro en la boca. Tardé en comprender que el gato era mi gato y el pájaro era el canario de mi vecino. Le arrebaté el canario a mi gato y devolví el canario a mi vecino. Al comprobar que a su canario le faltaba la cabeza, mi vecino reclamó la cabeza de mi gato. Le ofrecí mil dólares para que se comprara otro canario, pero no aceptó. Para colmo, mi vecino era holandés y tenía mal perder. Tratando de apelar a su sentido del humor, le conté cómo en la pantalla de mi televisor las cosas habían sucedido de forma muy diferente: el portero Stekelenburg había conseguido despejar con la punta de los dedos el tiro de Iniesta y Nigel De Jong, con la expresa felicitación del árbitro mister Webb, había logrado romperle felizmente el esternón a Xabi Alonso y, para complacerle aún más, añadí que, en mi modesta opinión, Mark Van Bommel, Van Persie, Wesley Sneijder, Van Bronckhort y Heitinga no merecían el apodo de "el quinteto de la muerte" con el que les había distinguido mi, no siempre ecuánime, amigo zulú Thulami. No solo no se dio por satisfecho sino que, empuñando unas enormes tijeras de esquilar ovejas, amenazó de forma inequívoca con podarme la entrepierna. Haciendo caso omiso de la máxima de Homero, según la cual solo los cobardes rehúyen el combate, salí corriendo. Increpándome y esgrimiendo las tijeras, mi vecino holandés me persiguió por el jardín en torno a la piscina. Hasta que tropezó y cayó, zambulléndose en la zona donde no hacía pie. Comprobé con alivio que no sabía nadar y, tras cerciorarme de que en sus aspavientos había soltado las tijeras, volví sobre mis pasos para prestarle ayuda. Le tendí la mano. Pero todo había sido una traidora añagaza. Me atrapó y me hizo, a mi vez, caer al agua. Entonces sucedió algo extraordinario: se echó a reír y, ambos con el agua helada al cuello, entablamos una conversación como si estuviéramos en el salón de casa. Me dijo, eso sí, que la victoria española por un solo gol y en las postrimerías de la prórroga había sido una mezquindad del pulpo Paul que, si bien solía acertar con sus augurios, no se había dignado a contar hasta, al menos, dos goles más con sus patas. Se refería, sin duda, a las ocasiones fallidas de Arjen Robben. Le recordé que la culpa la tenía un tal Casillas y emitió un gorgoteo que no supe cómo interpretar. Supongo que se trataba de una blasfemia subacuática.
Le dije a mi vecino holandés que la culpa de las ocasiones falladas de Robben la tenía un tal Casillas
Con la expresa felicitación del árbitro, De Jong había logrado romperle felizmente el esternón a Xabi Alonso
En las piscinas de Pretoria hacía ese insoportable tipo de frío que convierte los huesos en carámbanos, así que propuse a mi vecino que saliéramos del agua, nos cambiáramos de traje y tomáramos un whisky doble como si nada hubiera pasado. Accedió. Al cabo de dos horas, sentados ante la reconfortante chimenea del Club Madiba, me confesó que el canario no era suyo y que él ni siquiera vivía allí. Se llamaba Van Marwijk y estaba en Sudáfrica de paso.
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